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José Andrés Rojo: «Me inquieta el peso abrumador de nuestros prejuicios»

Por Antonio García Maldonado, el 9 de febrero de 2017, en América Latina crónica España guerra fría libros literatura madrid muerte periodismo Revolución

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José Andrés Rojo, por Luis Sevillano

José Andrés Rojo. Fotografía de Luis Sevillano.

Pocas regiones tan cercanas a nosotros y a la vez tan mal comprendidas como América Latina. Suelen imponerse los prejuicios, las nostalgias de unos y las recriminaciones de otros. Los debates estériles contagian su marchamo, hasta el punto de que uno descubre al viajar allí que de poco sirven muchas cosas que creía llevar aprendidas. Es lo primero que nos toca del nuevo libro del periodista y escritor José Andrés Rojo, ‘Camino a Trinidad’, en torno a Bolivia y los impulsos revolucionarios.

Pero todo eso la hace también una región fascinante, donde la complejidad del mundo aflora y nos pone a prueba. Por eso es de agradecer la aparición de libros que asumen, de entrada, lo inextricable de América Latina, y a partir de las dudas y las reflexiones, tejen un cuadro más real de una región históricamente maltratada, de la que aún hoy se abusa impúdicamente para legitimar relatos políticos o para limpiar conciencias.

Camino a Trinidad (Pre-Textos, 2016), del periodista de El País y escritor José Andrés Rojo, comienza con la imagen del narrador en una barcaza que recorre un afluente del Amazonas boliviano en 1977, en plena dictadura de Hugo Bánzer. Todo es atosigante y monótono antes que bello y feraz. Primer prejuicio al suelo. Lee a Nietzsche, y los recuerdos de su infancia boliviana se entremezclan con los de su primera madurez en Madrid. Años después volvería desde allí para buscar al acompañante en aquella travesía. Nadie da con él, como si el amigo representara los sueños rotos de las revoluciones que estallaron en la región en la segunda mitad del siglo XX. El autor se detiene aquí en las guerrillas que estallaron en su Bolivia natal, desde la que costó la vida al Che en 1967 en Ñancahuazú a la de Teoponte en 1970.

Es una atmósfera confusa similar a la que hace mella en el crepuscular Lope de Aguirre que Werner Herzog retrató en el final de Aguirre, la cólera de Dios; pasada por el filtro de la búsqueda del desaparecido de El tercer hombre de Carol Reed; más el relato de la juventud revolucionaria y la dureza de la guerrilla en América Latina de Historia de Mayta, uno de los mejores libros de Vargas Llosa. Y en esta atmósfera, el narrador ajusta cuentas con su pasado para darse cuenta con asombro de lo perdido que estaba. Y, también para su asombro, de lo perdidos que siguen estando muchos.

Cada vez que leo un libro sobre esos años en América Latina, me llama la atención la verdadera comunidad revolucionaria que hubo en todo el subcontinente. La región estaba realmente unida en su lucha por o en contra de la revolución. 

La impotencia de unos países coloniales que han sido durante siglos explotados por sus metrópolis, la voracidad del capitalismo que se aprovecha  de mano de obra barata y se sirve de las élites locales para llevarse a precio de saldo las riquezas de los más frágiles, el abuso y matonismo de Estados Unidos para decir quién y cómo debe gobernar: la larga lista de afrentas podría no terminar nunca, así que resulta de una lógica aplastante que haya quienes hayan querido cambiar el curso de las cosas. Lo que procuro explorar en Camino a Trinidad, a través de las peripecias de unos jóvenes llenos de generosidad y cargados de sanos ideales, es hasta qué punto la respuesta que se ofrece a un diagnóstico tiene que ser necesariamente la correcta.

Y no lo fue, en este caso.

La secuencia sería: como somos explotados, en cuanto identifiquemos al explotador ya tendremos la fórmula: eliminarlo. Simplificando, la revolución. ¿Pero es realmente todo tan fácil?  En los sesenta y setenta del siglo pasado, muchos grupos del más variado pelaje pensaron en Latinoamérica que sí, que era así de fácil. La mayoría ya no está para contarlo. Y las FARC han decidido, 50 años después, cambiar de estrategia. No la guerra, la política. El balance es terrible.

El libro deja ver cierto asombro al descubrir lo equivocado de muchas miradas sobre América Latina, de dentro y fuera de ella. Citas las tesis de Frantz Fanon, y podríamos incluir a los europeos Débray, Grass, Peter Weir o Saramago en la izquierda, o a toda la Escuela de Chicago y el Consenso de Washington por la derecha. Como si América Latina se hubiera convertido en el juguete roto de los sueños políticos de unos y otros.

Fanon es alguien que sabe muy bien cómo de mal lo han pasado “los condenados de la Tierra”. Y su respuesta es rotunda (y seguramente tiene mucha razón): la culpa es de los europeos. Así que acabemos con Europa. Es muy fácil darle la razón en cuanto se conocen algunas de las infinitas barbaridades que se permitieron los colonizadores. Y utilizar la furia del oprimido es servirse de un combustible de primer orden para poner en marcha esa gran batalla a muerte. Ahí están los eslóganes: patria o muerte, muerte o revolución, hasta la victoria final. El mundo se divide nítidamente en dos bloques, y no tienes otra que elegir. De modo que, si las cosas son así, terminas metiéndote en las montañas para poner en marcha una aventura disparatada que no conduce a ninguna parte.

¿Es que nadie lo supo ver?

Igual se utilizaron mal los instrumentos para hacer el diagnóstico. O quizá el remedio que se buscó no fue el adecuado. Los europeos, enfermos de mala conciencia, son por eso los que se apuntan con entusiasmo al bombardeo. Lo verdaderamente dramático es que las esquirlas nunca van a herir a sus hijos. Cuando el daño está hecho, siguen pontificando en sus lugares de origen.

Ahí encaja Nietzsche cuando se pregunta “¿qué cosa en el mundo ha provocado más sufrimiento que las tonterías de los compasivos?”.

Sí, Zaratustra decía: “La estupidez de los buenos es, en efecto, insondable”. Y también: “El placer de ser rebaño es más antiguo que el placer de ser un yo: y mientras la buena conciencia se llame rebaño, sólo la mala conciencia dice: yo”. Me preocupa que mis cómplices, los que quiero como cómplices, se anden todo el rato rasgando las vestiduras por la maldad del mundo y se carguen de buenas intenciones. Me estoy refiriendo a la izquierda. No sé si se pueden proponer buenas políticas cuando estás amarrado al lamento.

Como se muestra en el libro, la mayoría de aquellos planes revolucionarios eran disparatados, como la guerrilla de Teoponte en Bolivia que relatas. ¿Cómo pudo concebirse todo aquello y pensar que podría ser exitoso?

Eso es, precisamente, lo que me preocupa. Son varias las generaciones del siglo XX, y si me apuras todo el periodo que va de 1917 a 1989, que están marcadas, atravesadas, abducidas por la idea de la revolución. Y como tantas palabras, cuando empiezas a rascar, está vacía. Resulta, sin embargo, extremadamente complicado separarse de sus resonancias emocionales (el hombre nuevo, una sociedad justa, el fin de la explotación) para poder verla como lo que es: una cáscara que, si lleva algo dentro, igual no es nada más que rencor y resentimiento, afán de venganza. Pones una cerilla y estalla la violencia.

En la búsqueda del narrador de su amigo perdido hay dos hechos significativos. Por un lado, descubre que ha desaparecido en una travesía de un carguero (como si el relato de un náufrago ahora también acabara mal), y que el motivo puede estar relacionado con el incipiente narcotráfico, algo clave para entender ahora la región. ¿Cómo ves América Latina?

Llena de fascinantes contradicciones. O también, de dolorosas y terribles contradicciones. No sé si desencanto es la palabra. Lo que me resulta irritante es la idea de habitar en una cómoda burbuja desde la que interpretas el mundo y otorgas bendiciones y perdones. Lo que me exaspera es la dialéctica simplista de buenos y malos. La exigencia de tomar postura: es una herencia del discurso revolucionario o nacionalista. Estás con nosotros o estás con ellos. Luego vas a Latinoamérica y te encuentras a la gente batallando en medio de innumerables complicaciones, lejos de esa retórica chapucera y perversa.

Parecemos estar otra vez pendientes de grandes relatos políticos proteccionistas, nacionalistas o populistas. Como si no hubiéramos aprendido nada ni de la historia de Europa ni de América Latina.

Me inquieta el peso abrumador de eso que los alemanes llaman el Zeigeist, “el espíritu del tiempo”, nuestra colección de prejuicios. Es esa especie de corriente sibilina que te va susurrando al oído lo que tienes que pensar. Uy, Nietzsche, ¡alguien que se ocupa de Nietzsche! Si presta un poco de atención, seguro que escucha esas voces que desde la atalaya de una suerte de buena conciencia universal ya te están avisando del peligro. ¡Qué pereza da todo esto! ¡Qué inmensa pereza! Pero sigue habiendo gente que supera el miedo y consigue salir del círculo protector de su puñado de mitos. Así que no nos va tan mal.

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Comentarios

Hay 2 comentarios

  • 10.02.2017
    Carlos López dice:

    A mi también me ha interesado esa dialéctica de buenos y malos. El discurso populista o nacionalista que busca separar en grupos para luego enfrentarlos.

    De hecho creo que he llegado a entenderlo. A descubrir el enfoque que le corresponde, que permite debatirlo sin dejarse llevar por las emociones y confusiones que genera.

    Emociologías, un enfoque cognitivo de la vida política en democracia
    http://pajobvios.blogspot.fr/2016/12/emociologias-el-libro.html

  • 02.08.2017
    Virtual Private Servers dice:

    Alli se sienta, de vez en cuando, con el grupo de pacientes de impulsos suicidas que no dejan de recordar con ardor su proyecto de quitarse la vida y que siguen despotricando por su ignominioso fracaso. Cuando van a darle el alta, a Axler le inquieta una impresion, la de sentir que cuanto le sucede no guarda ninguna relacion con todo lo demas.

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