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Martínez Tapia: “Los españoles tenemos que aprender a frustrarnos mejor”

Por Antonio García Maldonado, el 1 de diciembre de 2016, en España

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El profesor y politólogo Óscar Martínez Tapia

El profesor y politólogo Óscar Martínez Tapia.

El auge de los nacionalismos, desde Trump a Le Pen, pasando por Cataluña o el Brexit, nos ha pillado con el paso cambiado. La modernidad los dio prematuramente por muertos y ahora vuelven partidos y movimientos que reivindican las fronteras, el terruño, los rasgos identitarios culturales e incluso genéticos. Lejos de la esperada progresión hacia entes supranacionales y al mayor intercambio de bienes, personas, servicios y capitales, vuelven las reivindicaciones territoriales y las impugnaciones a los tratados de libre comercio. A responder a algunas de estas cuestiones y a las particularidades del caso español se dedica el profesor de ciencia política Óscar Martínez-Tapia (Madrid, 1973), que ha centrado en ellas varios años de estudio, su tesis doctoral y, ahora, este libro emanado de la misma, Los problemas no resueltos de la democracia. Centro y periferia en España (Arrebato Libros, 2016).

El autor, que es experto en relaciones internacionales y ha sido profesor visitante de universidades como Harvard o California y trabajó como asesor en la Secretaría de Estado de Comunicación durante el Gobierno socialista de Zapatero, apuesta por la reforma federal y por la asunción de determinados particularismos en País Vasco y Cataluña. Aunque insiste también en reclamar unas lealtades entre las partes que no ve. No obstante, y pese a la crítica al uso interesado de las élites nacionalistas del conflicto territorial, se declara optimista: “Creo que, en general, hay más miedo que peligro”.

La modernidad, con su idea casi teológica del progreso, no esperaba el resurgimiento del nacionalismo, ¿qué razones explican su regreso?

Efectivamente, los años sesenta supusieron la culminación del proceso de modernización iniciado por la Ilustración. Ello conllevaba racionalidad, redistribución y homogenización entre centros y periferias. El nacionalismo quedaba como una ideología negativa, tóxica, beligerante y superada por la euforia modernizadora. Pero a finales de la década es evidente que las expectativas creadas por el nuevo credo del progreso no llegarían a ser cumplidas. La crisis económica que hace imposible la redistribución efectiva, la embrionaria globalización que genera nuevas periferias (el llamado Tercer Mundo), la conciencia medioambiental, el retorno de la religión (“la revancha de Dios”, como la llama Gilles Kepel), la resaca de los movimientos sociales, la plaga del sida, problemas de identidad tras la descolonización, etc. llevan al cuestionamiento general de los presupuestos de la modernidad… Se impone una mentalidad del “mejor pequeño y bonito que grande y feo”. Además de la ola descentralizadora que crea nuevas élites regionales/nacionales que prueban un poder que los hipnotiza y al que no quieren renunciar. Saben que azuzando las identidades primarias en tiempo de crisis el “pueblo” se llena de “ilusiones patrióticas”… Lo vemos en demasiados lugares, desde Cataluña a la nueva América de Trump.

¿Hay alguna particularidad en el caso español?

El caso español, como explico en el libro, tiene especificidades históricas, pues cuando el resto de las naciones europeas se están unificando (Alemania, Italia, etc.) en España hay una crisis de Estado que genera sentimientos irredentos en casi todos los lugares, no sólo Cataluña o País Vasco. Pero hay que distinguir entre regionalismo y nacionalismo. En España ambos movimientos sociopolíticos se solapan según la geografía. Ciertamente, es la España a varias velocidades y desde el Madrid de la Restauración no se saben articular las demandas ni la solidaridad entre españoles. Ni el 98 ni el cortoplacismo semiautocrático de las élites políticas ayudan. Después vienen la decepción de la Segunda República y el Franquismo, que ideologizan la idea de España y el uso y abuso de sus respectivos colores que llega a nuestros días. En este contexto complejo, el nacionalismo viene a ser refugio para las dudas y los resquemores. Pero no podemos obviar el componente económico del nacionalismo, por exceso o defecto, que es explotado y agitado para amplificar y exagerar frustraciones que son, en mi opinión, salvables con diálogo y generosidad, tanto desde el centro como desde la periferia.

Pones a las élites políticas, sobre todo las nacionalistas, en el centro de tu tesis sobre el problema territorial español. “Me preocupa la deslealtad de las élites políticas hacia las instituciones democráticas”.

Yo demuestro con datos que las élites nacionalistas de Cataluña y País Vasco dedican una parte desproporcionada en sus programas electorales a un “problema” del que depende su supervivencia. Echan leña a un fuego en el que se calienta su mensaje. Simplificando, es difícil imaginar la necesidad de partidos nacionalistas si no existe un “enemigo” exterior al que se puede culpar de lo malo, de cierta discriminación y deslealtad… Pero es algo más complejo porque el diseño constitucional del 78 es muy ambiguo e indefinido, sin duda necesario en su momento, pero que se ha de revisar para fijar claramente competencias. Las élites de Madrid también juegan al “problema” porque también existe un nacionalismo español. Hay que hablar sin dramas sobre ello.

Criticas que, además de la deslealtad partidista de las élites, no actuemos sobre “lealtades omnicomprensivas”. ¿Como cuáles? ¿La soberanía?

La democracia no asegura que todo el mundo esté contento sino que no todo el mundo esté totalmente descontento. No es lo mismo. Hay que aprender a frustrarse mejor. A ser capaz de ver más allá de los intereses propios y ser generosos con las demandas de los otros. Como en las familias, por muy disfuncionales que sean. ¿Alguien escucha a los californianos ricos (y a sus élites) quejarse de darles demasiado a los ciudadanos más pobres de Arkansas? O peor, ¿a los ciudadanos de Arkansas (y sus élites) quejarse de recibir la caridad de los californianos? Desafortunadamente, esto ocurre en España. Yo no hablaría tanto de conceptos como la soberanía, que son complicados de digerir y aplicar y muy fáciles de manipular, pues forman parte de los mitos o ficciones de la democracia representativa, como la representatividad misma, el concepto de pueblo, la igualdad entre todos los ciudadanos o el “un hombre (o mujer), un voto”. Debemos creer en ellos, incluso si son ideas escurridizas, a menudo cuasi esotéricas, que sujetan un sistema claramente imperfecto que depende, irónicamente, en la fe de los ciudadanos hacia ellas.

Al mismo tiempo hablas de que “se obvia acaso de forma maniquea que vascos y catalanes tienen unas magníficas e identificables historias propias y unas trayectorias políticas y culturales suficientemente diferenciadas y potenciadas como para poder reclamar legítimamente una relación especial con el resto de España”. Las élites sobreactúan pero parten de un supuesto real. ¿Qué sistema cree más apropiado para canalizar nuestro problema territorial?

Por supuesto, creo que hay una parte saludable del nacionalismo poco explotada. La conciencia de la diferencia y de la excepcionalidad. De nuevo, como en las familias, hay hijos más trabajadores, que sacan mejores notas, que son más eficientes o responsables. Ello permite reclamar cierto tratamiento diferenciado. Pero la siguiente pregunta que formulo en el libro es cuánto se puede reclamar legítimamente en nombre de esa diferencia. Ahí está la clave y ahí es donde entra el papel de las élites, sus “lealtades omnicomprensivas” y, a la postre, su sentido común, demasiado poco común entre nuestras élites, nacionalistas o no. Sin duda, un sistema federal claro, explícito y el mayor consenso posible es la solución. Y todos han de perder algo para que ganen todos. Y estar orgullosos de saber perder para que todos ganemos. Cada uno tenemos nuestra “verdad” y nos parece la mejor.

¿El ‘café para todos’ fue un error? O, aunque no lo hubiera sido entonces, ¿ya no vale?

No creo que fuera un error, pero quizá en su momento fue más un “sangría para todos” más que un café, si se me permite la imagen. El 78 fue una patada a seguir en un contexto de una complejidad transicional extraordinaria. Y funcionó. Sería muy desagradecido no aceptarlo. Pero era una solución coyuntural que necesitaba ser retomada cuando fuera posible. Desde los noventa se ha podido abrir la caja pero nadie se ha atrevido excusándose en ese “ain’t broken, don’t fix it” tan americano (y tan conservador). En mi opinión es evidente que ya no vale. De nuevo, sin dramas. De hecho, son buenas noticias porque significa que hemos superado con éxito la etapa más difícil. Ahora hay que ser valientes y generosos. Disfrutemos de ver crecer nuestra democracia.

Eres muy crítico con los partidos que representan su continuidad, pero afirmas que “el espíritu de la Transición se va esfumando de la vida política y social española bajo la falsa creencia de que la democracia, una vez consolidada, puede ser hostigada sin consecuencias”. ¿Qué opinas del discurso contra “el régimen del 78”?

Soy crítico con estos partidos en tanto en cuanto no se atreven a iniciar el debate sobre la superación de algunos arreglos constitucionales obsoletos. No todos, por supuesto. Pero si no se abre la lata y se avanza hacia un federalismo integrador (¡no una confederación!) los partidos de ámbito nacional están dando alas a los nacionalistas, que evidentemente se aprovechan de los recovecos y ambigüedades del sistema del 78. Entiendo que se quiera utilizar el discurso anti-78 para provocar y forzar su superación y reformulación, pero me crea algo de desasosiego que jóvenes profesores de ciencia política, que conocen la teoría y la historia, no sean algo más agradecidos hacia un “régimen” que nos ha permitido a muchos hacer nuestros sueños realidad, ser libres, tener becas, divertirnos mucho, viajar y vivir en una país tan maravilloso como el nuestro. Hay que tener perspectiva histórica y ser agradecido. Y luego, por supuesto, mejorar juntos.

Pero, como tú mismo mencionas citando a Juan Linz, “democracia y federalismo tienen una relación difícil”. ¿Por qué?  

Así es. Hay un “curioso abandono” de la teoría democrática respecto al federalismo. La razón es simple. El federalismo rompe con el gran mito de la democracia, la igualdad entre todos los ciudadanos. Por ejemplo, dependiendo de la unidad donde se resida, uno puede pagar más o menos impuestos, tener beneficios (o no) por el conocimiento de la lengua local, tener acceso (o no) a servicios sociales determinados, o incluso sufrir varios regímenes penales hasta la pena de muerte, lo que sin duda aconseja planear bien la geografía de los golpes… Digamos que la desigualdad (y no al contrario) es el precio por la unidad del Estado. Ello choca frontalmente con el mito/ficción democrático de la igualdad y, sin duda, la teoría democrática tiene problemas explicando el federalismo.

Volviendo a las élites, cuyo comportamiento es esencial en su forma de entender los problemas de España, afirmas que un régimen consensual lleva aparejado concesiones y, por tanto, frustraciones, y que aquí, al explicarlas, las élites políticas tienen un papel esencial que no están cumpliendo. ¿Maleducan las élites políticas a sus electorados? ¿De aquellos polvos estos lodos?

Parece obvio que los españoles (y otros) debemos aprender a frustrarnos mejor. Es una frase que repito en el libro. No es un secreto que el pueblo reproduce los comportamientos de sus élites, por tanto existe un papel principal de pedagogía por parte de las élites políticas, sociales, económicas, culturales, etc. Especialmente en contextos complejos como el español con un sistema consensual, multipartidista producido por el sistema electoral proporcional, aún con perversiones mayoritaria evidentes. Un ejemplo claro es la nueva legislatura sin mayoría absoluta en España. No sólo nos ha costado demasiado tiempo formar un gobierno, sino que muchos analistas y líderes auguran poco menos que el apocalipsis en el nuevo parlamento. El PSOE ya ha anunciado que vetará los presupuestos antes de siquiera leer la propuesta. Un sinsentido que no ayuda a la cultura del pacto, imprescindible si queremos gestionar adecuadamente nuestro particular “melting pot”.

¿Qué diferencias esenciales ves entre los nacionalismos vascos y catalán?

Hay diferencias importantes. Las raíces de ambos, el uso del idioma local, las clase sociales que apoyan al nacionalismo, las relaciones con Madrid, los modelos de gestión, las identidades primarias, etc. Todas estas cuestiones tienen matices de forma y de fondo en ambas regiones y para ambos movimientos que, para aumentar la complejidad, no son internamente monolíticos tampoco. Quizá la gran ventaja de los vascos es su concierto económico, eje principal de la reivindicación catalana ahora. Hay un efecto de comparación, como entre hermanos en una familia, pero hay diferencias importantes en el carácter, la historia, la idiosincrasia y en las habilidades de cada unidad que deben ser tratados y negociados ad hoc.

¿Qué crees que ocurrirá con la cuestión territorial en España?

Sin esa lealtad omnicomprensiva de las élites, proyectada en los ciudadanos, no podremos ser una “familia feliz”, con las disfuncionalidades propias de nuestra historia. Yo soy optimista. Creo que, en general, hay más miedo que peligro y que los muchos agoreros patrios poco a poco irán entendiendo que la experiencia nos sirve para equivocarnos mejor.

 

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