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Rusia-EE UU: ¿Vuelve la Guerra Fría con todo su arsenal de espías?

Por Antonio García Maldonado, el 12 de enero de 2017, en cine General guerra fría segunda guerra mundial Series

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Cartel a la entrada de Los Álamos que alertaba de la necesidad de no compartir información

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El autor se pregunta si, con las noticias del ciberespionaje ruso en la campaña electoral en Estados Unidos, vuelve la Guerra Fría y, con ella, la cuestión nuclear que Trump y Putin parecen querer resucitar pese a su «amistad» política. A partir de aquí, el autor, que sí cree que hay un ‘revival’ de la Guerra Fría, explica y analiza el Proyecto Manhattan durante la Segunda Guerra Mundial y la actuación de los servicios de inteligencia, y se pregunta qué lecciones podemos extraer de aquellos años y aquellos sucesos. 

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La cuestión nuclear ha vuelto a escena tras unas declaraciones de Trump y Putin en las que ambos, en perfecta coordinación, afirmaban la necesidad de “poner al día” sus respectivos armamentos nucleares estratégicos. Lejos, por tanto, de la retórica posterior a la caída de la URSS, momento desde el que había predominado la intención de reducir dichos armamentos a través de diversos tratados entre Estados Unidos y Rusia. Trump, incluso, ha empujado tácitamente a Japón a desarrollar su propio armamento nuclear en una región que está ya saturada del “debate atómico” con las amenazas permanentes de Corea del Norte. La relación con Rusia tiene precedentes siniestros a los que parece que se asemeja la relación actual. La gran incógnita parece, en cambio, la relación de Trump con China.

No es extraño que la actual etapa de pesimismo histórico y profecías políticas catastrofistas haya tenido su reflejo en el cine, la televisión y la literatura. No se entiende de otra forma el éxito de las distopías, las series de zombis o las películas sobre desastres naturales. El peligro atómico parecía conjurado, parte de una Guerra Fría superada. Y, sin embargo, la rivalidad ruso-americana vuelve y, temen los expertos, para quedarse. Trump ha admitido ya que Rusia estuvo detrás del hackeo durante la campaña presidencial de la que salió vencedor. El tema nuclear, si bien no es el asunto de la disputa, sí es una de las mayores armas estratégicas de ambos países, y no parece razonable esperar que en este contexto se vaya a seguir el camino de la reducción de los arsenales, o al menos de los arsenales estratégicos.

De modo que, como canta Sabina en Y sin embargo, “el lunes al café del desayuno vuelve la Guerra Fría”, y suena aconsejable una mejor comprensión de la relación política entre ambos países durante el pasado siglo en cuanto a la cuestión atómica y sus implicaciones en la política mundial se refiere. Por suerte, hay buen cine, televisión y literatura “atómicos” para ayudarnos a comprenderlo. Ahora la hostilidad entre ambas potencias se desarrolla (al menos en los medios) a través del más sofisticado ciberespionaje, pero el tráfico de información ya jugó en el pasado un papel esencial, y parece que así será también en los años venideros.

El Proyecto Manhattan

Varios físicos judíos exiliados en Estados Unidos alertaron en 1939 al presidente Roosevelt a través de Albert Einstein (también exiliado) de que Alemania estaba al tanto del potencial de la fisión nuclear para crear una bomba atómica de alcance inaudito, y le pedían que tomara cartas en el asunto. Tras unos principios titubeantes en los que el presidente aprobó algunos proyectos dispersos para investigar dicho tema, finalmente crearía en 1940 la Oficina de Desarrollo en Investigación Científica. En octubre de 1941, apenas unos meses antes de Pearl Harbor y de la entrada de Estados Unidos en la guerra, el presidente autorizó el desarrollo del arma atómica en el Manhattan Engineer District (MED), que sería posteriormente conocido como Proyecto Manhattan, con el físico Robert Oppenheimer a cargo de los aspectos científicos y el general Leslie Groves a cargo de la seguridad.

Y es importante resaltar que todos estos detalles fueron conocidos después de la guerra, pues el proyecto fue “sellado” para evitar la fuga de información científica a los enemigos alemanes y japoneses, que tenían sus propios programas atómicos. Como lo tenían los soviéticos en la llamada Operación Borodino. Con objeto de ayudar a contener dichas fugas de información, los procesos más sensibles se centralizaron en los laboratorios de Los Álamos, Nuevo México, adonde las mejores mentes del mundo (muchas de ellas de judíos) acudían con sus familias sin saber en qué puzle encajaba la pieza técnica que ellos aportaban, y sin ser conscientes del peligro de las radiaciones que asumían en aquel entorno de experimentación. Toda esta ciudad artificial en medio del desierto, atenazada por un miedo fantasmagórico a una guerra lejana, controlada al máximo por las autoridades y servicios de seguridad e información para evitar fugas, está muy bien retratada en la serie de dos temporadas Manhattan (WGN America, 2014). Si bien en estos 23 capítulos las licencias ficcionales son muchas, sí muestra a los personajes principales, a algunos de ellos de forma magistral, como al poliédrico y enigmático Robert Oppenheimer.

Y también muestra cómo la posesión de información sensible plantea dilemas morales irresolubles a sus portadores. La razón de Estado no es sólo el acto político, la acción en sí, sino también, sobre todo, el silencio sobre dicha acción en la intimidad del hogar o en la cantina con los amigos. Manhattan muestra con una ambientación, actores y guion extraordinarios estos dilemas y el peso emocional de las decisiones en personas sencillas que, poco a poco, son conscientes de la dimensión contradictoria de lo que hacen. Sí, “salvará vidas y evitará que haya más guerras y acabará con esta”, pero también pudiera ser que, en manos inadecuadas, el arma atómica acabara con el mundo. Fueron muchos los científicos del Proyecto Manhattan que mostrarían, si no su arrepentimiento sí al menos su remordimiento, al constatar los efectos de las dos bombas que habían construido al ser lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki en 1945. Esto queda bien reflejado en la serie, que nos muestra a los científicos buscando la absolución moral con su herramienta básica, los números: se les ve utilizando pizarras para calcular cuántos muertos ahorraría una bomba al parar la guerra y cuántos muertos causaría la bomba. El saldo positivo de vidas a su favor era lo único a lo que podían agarrarse aquellos que sabían de la letalidad de su creación. De la devastación causada en las dos ciudades japonesas dio buena cuenta John Hersey en su magistral crónica para The New Yorker publicada posteriormente en libro como Hiroshima, una de las cumbres del periodismo. Einstein, al ver las consecuencias finales de su misiva, manifestó su remordimiento al decir que «debería quemarme los dedos con los que escribí aquella carta a Roosevelt».

La URSS, de aliado a rival

Lo más interesante de la serie (lamentablemente cancelada) es el juego de espionaje y contraespionaje que se establece en Los Álamos. Si bien el origen del proyecto nuclear americano se debe a la alerta que había recibido el presidente Roosevelt y que le decía que el régimen nazi podía hacerse con la bomba y que Japón también investigaba, sería la URSS quien acabaría como enemigo principal en el manejo de la información y la inteligencia en aquella ciudad artificial hipercontrolada. Durante los dos últimos años de la guerra, y al darse ésta por ganada más tarde o más temprano, las preocupaciones de la inteligencia americana en su propio territorio giraron en torno a la infiltración soviética entre los altos funcionarios y científicos relacionados con el Proyecto Manhattan. El propio Robert Oppenheimer y su entorno eran investigados por su relación con conocidos comunistas americanos, así como los departamentos científicos punteros de las mejores universidades americanas. El físico tuvo que declarar años después en la etapa de McCarthy y su caza de brujas en el infausto Comité de Actividades Antiamericanas. Aunque se probó (y la serie lo muestra) que en su entorno hubo espías soviéticos, nunca se demostró ni que él fuera consciente ni que participara de dicha red, menos aún de que les transmitiera información sensible.

Algo que diferencia –para nuestra tranquilidad– a la URSS de aquellos años de la Rusia actual es el atractivo que entonces generaba en todo el mundo el comunismo, en contraste con el menos estimulante y menos contagioso nacionalismo bravucón de Putin. El comunismo como ideal de igualdad generó simpatías inmediatas entre la élite intelectual americana y europea. Muchos de sus miembros antepusieron la lealtad a las ideas políticas a la lealtad a sus países. Dado que aún se desconocían los horrores del estalinismo y la inoperancia criminal de la planificación centralizada, ¿quién puede culparles por ese idealismo tras una Primera Guerra Mundial fruto del nacionalismo? Distinto es ejercer el espionaje, claro. Rusia, la URSS, no necesitaba entonces campañas de desinformación ni aliados comprados con dinero, como es el caso ahora: disponían de un ejército de leales en la sombra, dispuestos a darles toda la información (y en muchos casos la vida) de que dispusieran.

Que hubo al menos dos espías atómicos en Los Álamos lo sabemos hoy gracias al conocido como Proyecto Venona, un plan de colaboración para desencriptar mensajes soviéticos que llevaron a cabo las agencias de inteligencia de Estados Unidos y Reino Unido. Se descubrió así que los físicos Klaus Fuchs (alemán) y Theodore Hall, que no sabían el uno del otro, habían transmitido información clasificada a los soviéticos durante el Proyecto Manhattan y posteriormente, durante los primeros años de la Guerra Fría. Fuchs fue desenmascarado en 1950 y confesó todo. El caso de Theodore Hall es más extraño, porque si bien Venona no dejaba lugar a dudas sobre su implicación pese a los desmentidos del espía, el caso fue dejado de lado sin relevancia pública. La inteligencia americana alegó que no quería exponer Venona ante un tribunal por el peligro que entrañaba dar a conocer sus métodos, pero quizá esto sugiera que Hall aceptó actuar como agente doble a cambio de alguna exoneración sui generis que, a su vez, mantuviera su coartada con los soviéticos.

El enemigo en casa

Los historiadores de la inteligencia dan por hecho que dos de los famosos ‘Cinco de Cambridge’ (espías soviéticos de la élite británica, muy bien retratados en el reciente Un espía entre amigos, de Ben Macintyre) fueron de los primeros en informar a los soviéticos del Proyecto Manhattan. John Cairncross y Donald Maclean, ambos altos funcionarios del gobierno y la inteligencia británicos, alertaron a los rusos casi al mismo tiempo. De la importancia que éstos daban al asunto da cuenta el nombre en código que dieron a aquella operación: Enormoz (Enorme).

Tanto los americanos como los británicos descubrieron horrorizados al comienzo de la Guerra Fría que tenían, en gran medida, al enemigo en casa. Y que éste, lejos de provenir exclusivamente de las masas obreras, estaba también entre la élite privilegiada, científica, política y universitaria. Comenzaron así, en un ambiente paranoico, donde creían verse comunistas pro-soviéticos en cada esquina, el mccarthysmo, la caza de brujas y el mencionado Comité de Actividades Antiamericanas, que purgó de comunistas o supuestos comunistas los partidos políticos, las universidades o los estudios de cine de Hollywood. El FBI, más que los servicios de inteligencia implicados en el Proyecto Manhattan, fue quien tuvo aquí el papel protagonista, con el siniestro Edgar Hoover a la cabeza.     

Es en este ambiente donde se detiene y juzga a otros dos espías soviéticos, Julius y Ethel Rosenberg, que serían ejecutados en 1953 pese a las peticiones de clemencia que llegaban desde todos los rincones del planeta. Fueron descubiertos gracias a las confesiones del mencionado Fuchs, que delató a su enlace, Harry Gold, quien a su vez delató a otro de sus hombres, David Greenglass, que además de ser cuñado de Julius Rosenberg trabajó en Oak Ridge, otra de las instalaciones secretas del Proyecto Manhattan. El ambiente paranoico y las dudas sobre las motivaciones y la moralidad de los hechos están muy bien expuestas en El libro de Daniel, una novela memorable de E. L. Doctorow de 1997. Esta cadena de delaciones explica la obsesión actual por parcelar los conocimientos en los servicios de inteligencia. Hay que saber lo preciso sobre el tema y sobre quiénes manejan el tema, algo que también tiene aspectos negativos. Se asumen las duplicidades y la falta de eficacia a cambio de la seguridad de las fuentes.

El Proyecto Manhattan inauguró así, con la cuestión nuclear, una época de espionaje que asociamos a la Guerra Fría ya pasada pero que, sin que lo esperáramos, parece haber vuelto. Se dice que, aunque los soviéticos tenían muchos espías en Estados Unidos durante la guerra, los americanos no tenían ninguno en el país que entonces era su aliado contra el nazismo y contra Japón. Cuesta creerlo, pero nunca lo sabremos con certeza. Lo que no está en los archivos no significa que no exista, sólo eso: que no está en los archivos. Más aún cuando de la historia de los servicios de inteligencia se trata. Entonces hubo espionaje con fuentes humanas, fuentes abiertas, de señales… Y ahora, pese a que el protagonismo se lo lleva el ciberespionaje de los hackers, también hay hombres y mujeres tratando de saber, conocer e influir en ese Gran Juego kipliniano que no se acaba nunca.

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PS: como epílogo a la cuestión nuclear, al hermetismo y la duda de los que están involucrados en ella, recomiendo una película de y sobre la Guerra Fría sobre la que ya escribí aquí, y que muestra bien los dilemas a los que se enfrentan funcionarios, políticos, asesores y científicos, y el peligro que asumimos todos sin saberlo. Quizá haya alguna analogía con el desinterés de muchos por el cambio climático. Fail Safe (1963), de Sidney Lumet, traducida en España como Punto Límite. Su final es el mejor alegato contra la proliferación nuclear y, al mismo tiempo, el resumen de lo que fue la política de “mutua destrucción asegurada”. Una obra maestra.

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Comentarios

Hay 3 comentarios

  • 12.01.2017
    Judío Antisionista dice:

    Visto que los Estados Unidos han espiado hasta a sus aliados ¿hay que suponer que alguna vez los espías se llamaron a sosiego?

    • 12.01.2017
      Antonio García Maldonado dice:

      Sin duda no. Es lo que comento al final del juego kiplinano que, en realidad nunca se fue y no se irá. Gracias por la lectura.

  • 12.01.2017
    Antisionista también, claro. dice:

    Es evidente que su artículo está montado para justificar falsedades pro-globalistas como el fantasma de Guerra Fría ahora que la apodada Killary (con Hollywood, Wall Street y otros monstruos) han perdido la última batalla. La torpedeada victoria de un nacionalista antiglobalista como Trump y la sintonía de las actuaciones (y discursos, recuerde AG ONU 2015) de Putin con del Derecho Internacional hacen que parezca más lejos que nunca ese apocalipsis nuclear de cuya inminencia nos quiere advertir. Es una lástima que su democracia no haya funcionado como previsto, con lo que invierte Soros en cosas que incluyan el término «democracy».

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