Ya no dejo de mirar las cunetas

Foto de Daquella Manera. (Flickr Creative Commons).

Fotografía de Daquella Manera. (Flickr Creative Commons).

Quinta y última entrega de ‘Cuentos de Verano’ de ‘El Asombrario’. Un relato gótico escrito por Rafa Ruiz para esta serie que se desarrolla entre carreteras secundarias, lunas nuevas y lixiviados. «Lixiviado. Siempre me atrajo esa palabra. Suena tanto a escoria, a perdedor, a deforme, a extraviado…».

***

La ciudad dormida en que se convierte el centro de Madrid en las tardes de verano me produce la misma sensación calmante que el rumor de las hojas de los chopos agitadas por el suave viento en cualquier pueblo castellano. Al tranquilizarse el devenir de los pequeños sucesos, recados, fastidios, naderías e interrupciones del presente, la pereza estratosférica me lleva a reconciliarme con lo sucedido antes y con lo que vendrá después; a desacelerar el funcionamiento interior del organismo y entender mejor algunos episodios del pasado y mirar con más atención y claridad el futuro, haciéndome capaz en ambos casos de separar el grano de la paja, lo importante de los adornos y perifollos. Y no sé qué ha pasado hoy que esta sensación de calor seco y amortiguador, de falta de aire y de contacto humano, me ha metido obsesivamente en la cabeza los recuerdos de Germán, aquel amigo mío desde la infancia que hoy hace dos años, a alguna hora de una noche de Luna nueva, murió.

Sirva este pequeño relato para recordarle y dejar subrayado que siempre le sentí muy cerca, a pesar de sus esfuerzos sobrenaturales por despegarse de cualquier relación humana y natural.

Ya de niño su expresión ojerosa, sus manos huesudas, la transparencia de su piel de color violado y las grimosas marcas de sus clavículas y omoplatos en cualquier camiseta que vistiera le daban un aspecto de extraterrestre fragilidad. A nadie se le habría ocurrido invitarle a jugar al fútbol o a ir de excursión pasando la noche en un saco de dormir y una tienda de campaña. Creo que esa expresión tan manida de «mirada ausente» en su caso le correspondía a la perfección. Como los escritores buenos norteamericanos, cuando hablaba apenas usaba adjetivos, adverbios ni interjecciones; solo la esencia de los nombres y los verbos. Y eso impone. Más cuando eres niño.

No recuerdo por qué ni cómo ni cuándo nos hicimos amigos. Pero el caso es que nos lo hicimos. Y yo, llevado por un impulso de provocarle alguna reacción, de hacerle despertar, por ver siquiera si su piel cambiaba hacia algo cercano al color de la carne o de la sangre, le contaba todas mis pajas -las físicas, las mentales aún no me habían asaltado-. Como mis experimentos barrocos de masturbación atándome los huevos y pillándome los pezones con las pinzas de mi madre de tender la ropa. Incluso lo exageraba todo un poco. Pero nada. Sólo lograba arrancarle una sonrisa triste, y alguna escuetísima confesión de que él sólo conseguía excitarse contemplando fotos de animales salvajes muertos.

Yo entonces tampoco lo veía tan extraño; pensaba que, por la edad, cada cual intentaba hacerse el interesante buscando una personalidad propia, algo extravagante que le diferenciara de los demás. Y que eso se quitaba con los años, como pensaba que lo mío de atarme los huevos desaparecería cuando fuera un hombre hecho y derecho, de pelo en pecho.

Ja.

Germán se enamoró de la novia cadáver. No fea del todo, pero la chica más flaca y extraña de todo el colegio. Sin tetas ni nada que las recordara. Juntos faltaban a clase, juntos se ponían hasta las cejas de comer regaliz y juntos se pegaban larguísimas caminatas por los alrededores menos convencionales de nuestra pequeña ciudad industrial, allí donde no había grupos de señoras en chándal andando y parloteando; como el enorme vertedero ya clausurado. Y sí, juntos también se besaban. Eran besos como ralentizados y muy húmedos, en los que se quedaban como inmóviles, con los ojos en blanco y las manos encrespadas reposando en el cuello del otro. Como yo seguía siendo su amigo y a veces les acompañaba en las travesías por el vertedero, pude asistir a muchos de esos momentos en que parecía que por el cielo sólo volaban grajos y buitres y creía que se iban a estrangular mutuamente, y me iban a dejar más solo que la una en medio de tantas toneladas de basura rancia. Y no es que lo pareciera, ni quiero hacer esto más bonito llenándolo de metáforas; es que en realidad sólo volaban grajos y buitres rebuscando los últimos despojos de carne viva muerta que aún quedaban en el vertedero clausurado por no sé que asunto de lixiviados peligrosos.

Lixiviado. Siempre me atrajo esa palabra. Suena tanto a escoria, a perdedor, a deforme, a extraviado…

Nunca se estrangularon y siguieron amándose y besándose. Incluso alguna vez Germán fue tan lejos en sus confesiones que llegó a decirme que cuando follaban a ella le gustaba exactamente lo mismo que a él, y que de puro placer se les escapaban hilillos de salivilla tan prolongados que se les escurrían por todo el pecho y el abdomen hasta alcanzar la vulva de ella y el bulbo de él, que era como una especie de meditación trascendental, de comunión con el más allá. Yo llegué a preguntarme si ella podría quedarse embarazada o lixiviada con aquellos chorrillos de saliva amante. Pero he de añadir que nunca pude imaginarme sin cierto respingo y desazón las piernas tan delgadas de ella entrelazadas entre las de él, puro hueso, rótulas rotundas, de esas que hacen daño.

No siguieron estudiando. Él encontró trabajo de repartidor de flores; menos mal, porque si hubieran sido muebles de cocina o colchones de 1,50, habría perecido al segundo día. Y ella preparaba sin parar tartas de zanahoria en casa para que se las comieran los camioneros en un restaurante de carretera con menú del día a 9,50. Así que decidieron irse a vivir juntos a un pisito del último edificio de nuestra pequeña ciudad industrial, colindante ya con el reseco campo de trigales, caminos pedregosos y olmos podridos.

Dejé de verles tan asiduamente. Sólo me pasaba a celebrar con ellos sus cumpleaños. Dos veces al año durante once años. Ella siempre me invitaba a tarta de zanahoria y a una bebida extraña que decían que preparaban con grosellas y amapolas; jamás tomé aquel juguillo -me imaginaba que le echaban también la salivilla después de pasar por el coño de ella-, siempre insistí en que sólo tomo agua.

La cosa es que a ella no se le pegaba nada el color de las zanahorias y a él la savia de las flores cortadas le estaba chupando hasta el tuétano. Me miraba cada vez con más fijeza de los ojos y temblor de la cabeza y las manos. Debería haber sospechado algo, haberles aconsejado algo, haberles recomendado algo. Un libro de autoayuda o de Jodorowsky o de Paulo Coelho o de ‘mindfulness’ o algo así. Pero cuando entraba en la atmósfera espesa de su pisito me quedaba como traspuesto, bloqueado. Además, seguía pensando que estaban atravesando una etapa gótica de la juventud, que con el tiempo, cuando tuvieran niños y una hipoteca cara como dios manda, se les pasaría tanto misterio y tanta tontería.

Como la vida da muchas vueltas y muy deprisa, fui aparcándoles, pensando en cumplir solamente con esas dos citas anuales, y no romperme más la cabeza sobre si debía o no ayudarles. A fin de cuentas, estos chicos enfermizos siempre habían estado de moda y habían marcado muchas tendencias en la historia reciente de las tendencias.

Lo que ya no tuvo tanta gracia ni estaba tan de moda es que ella muriera con solo 29 años. Así sin más ni más, una tonta tarde mientras esperaba a sacar del horno su enésima tarta de zanahoria. Él lloró hacia dentro. Digo esto porque nadie vio ninguna lágrima suya, pero tuvo que llorar y mucho, porque se quedó incluso más seco, mate y escurridizo. Aún se le caían más los pantalones y se le marcaban más las rodillas, los pómulos, las clavículas y los omoplatos. A los tres días de morir, me llegó una breve carta de ella mostrando sus preocupaciones respecto a Germán. Por supuesto, nunca se habría atrevido a contármelo de otra manera, por teléfono o con un correo electrónico, pues desconfiaban absolutamente de la tecnología y estaban seguros de que todos éramos espiados para extraer de nosotros los secretos más vergonzantes y así los gobiernos tenernos agarrados por las pelotas. Así lo decían, «agarrados por las pelotas». Y cuando usaban esa expresión, yo siempre pensaba que Germán le había contado a ella mi actividad sexual, que, por cierto, iba haciendo cada vez más laboriosa y alambicada. Ya no me bastaba con atármelas, sino que disfrutaba poniendo en el otro extremo del cordón objetos cada vez más pesados. Para que colgara más el invento, en aquella época ya no conseguía llevar a buen puerto la masturbación, o sea, a los fuegos artificiales, si no me subía al último peldaño de una escalera. Claro, tuve que poner un espejo de pared entera, hasta el techo, para verme bien, porque, si no, si no me veía con todo aquello allí pendiente, tanta escenografía perdía interés.

Germán siguió repartiendo flores, pero en la tienda, con tacto, como grandes profesionales que eran, de más de cuatro generaciones dedicadas a poner una nota multicolor en el día a día de parejas, empresas y familias, decidieron que se especializara en las coronas para funerales, pues él en sí mismo era un atrezzo perfecto para esos momentos tan tristísimos de los entierros e incineraciones. Y yo, tal como me pedía la carta de ella, decidí espiarle. Ya casi no tenía importancia… Que hiciera lo que quisiera. Total, a ella ya le iba a dar absolutamente lo mismo… Pero, en fin, el asunto es que me lo tomé muy a pecho con pelo y decidí cumplir con la misión que me había encomendado y que había escrito en una cuartilla, justo la víspera de morir ante una tarta de zanahoria y chocolate. Lo gracioso es que, la pobre, justo aquella tarde había decidido dar un paso adelante en su vida y añadir chocolate a sus tartas. Por innovar, por no quedarse estancada, por abrirse al mundo, dijo…

El papelito comenzaba comentándome su nueva receta de zanahoria y chocolate. Y en el segundo párrafo, escribía: «Por cierto, estoy muy preocupada con Germán. Siempre me gustó que fuera un chico raro, el chico más raro de la ciudad. ¡Es tan cool!». Un inciso: eso decía, había escrito ‘cool’; de palabra jamás habría empleado esa expresión, pero yo creo que, en un esfuerzo por conectar conmigo, había decidido desmelenarse un poco, ella que tenía cuatro pelos, y mal puestos. Seguía el papelillo: «Pero es que últimamente no duerme. Cuando me desvelaba en mitad de la noche y sentía que no estaba conmigo en la cama, pensaba que, al no poder conciliar el sueño, se había ido al sofá del salón para ver la tele, esos concursos horrorosos de ruletas que tanto le gustan, y así no despertarme. Yo, para no aumentar su desazón, ni la mía, no me levantaba a ver cómo estaba inmóvil y como hipnotizado frente al televisor. Daba por hecho que estaba allí, en el salón. Hasta que un día decidí levantarme… y no estaba. No estaba en el salón. Y otro y otro. Y nunca estaba en el salón. No me he atrevido a decirle nada. No quiero pillarle en un renuncio que le haga sentirse mal, o que piense que yo desconfío de él, o que lo trato como a un loco o como a un enfermo o como a un chiquillo. Pero no es normal. ¿Verdad que no lo es? Germán no duerme, sale de casa todas las noches. Y no me pega que vaya a jugar con la salivilla de otras. No creo que sea de ese tipo de hombres, que pierden la noción de todo cuando huelen a hembra. ¡Es tan cool y distinto! No se dónde va ni me atrevo a preguntárselo. ¿Me ayudarás, Rafa, a saber qué pasa? Por favor. No puedo vivir en esta angustia y no tengo a nadie más que a ti a quien pedirle ayuda». No le duró mucho la angustia.

No. No es que Germán descubriera que ella le espiaba y decidió asesinarla, estrangulando por fin su grimoso cuello de polla. No. Eso es de películas. La vida de ellos era bastante más normal. Bueno, eso creo. El asunto es que no eran criminales, sino sólo raros. Ella murió de un infarto; nunca se había preocupado ni de ir al médico, ni de cuidarse, ni de mirarse la tensión, ni de racionar la sal en la dieta, ni de tomar danacoles ni corticoles o lo que sea que rebaja el colesterol. No, no tenía ningún sentido que en su mundo cuidaran la presencia de sal y embutidos en las comidas, la verdad. Y no tiene ninguna gracia. Y no le hacían mal a nadie. En fin, esto no sé para qué lo escribo aquí; esto es lo que he tenido que repetirle toda la vida a mi madre sobre mi amigo Germán y su novia cadáver, pero sé que a vosotros no hace falta que os lo diga, porque sois de otra forma de ser.

El tema es que decidí cumplir póstuma y rigurosamente con el deseo de ella, y me planté en la esquina frente al portal de su casa a la una de la madrugada de un lunes, dispuesto a hacer guardia todas y cada una de las noches durante toda la semana, preparado para descubrir el pastel, por amargo que fuera. Me había pedido una semana de vacaciones en el trabajo para cumplir diligentemente con mi tarea de detective. Y no necesité mucho tiempo para conocer la verdad. Tuve cuidado, eso sí, en plan profesional, de elegir una semana en que apenas hubiera Luna, y de vestirme todo de negro, para que, como se dice, las sombras de la noche me protegieran, y de llevar unos prismáticos. Y un cuchillo de cocina. Por si acaso.

Salió Germán de casa a las dos de la madrugada y andando se dirigió a las afueras de la ciudad. ¡Cinco horas estuvo caminando el hombre! Y otras tantas yo, claro. Regresó a su pisito a las siete de la madrugada, justo cuando empezaba a clarear. ¿Y qué hizo? Nada. Nada de nada. Caminar a un paso bastante acelerado y mirando con mucho detenimiento todas las cunetas de caminos y carreteras secundarias. Lo más llamativo de todo es que llevaba una azada, y, de vez en cuando, se entretenía en separar matorrales. Como buscando algo. No era tiempo ni lugar de setas ni de hierbas aromáticas… Sólo en esos casos se detenía. El resto de las cinco horas caminaba decidido, a buen paso, como con un objetivo. Con una determinación que encajaba mal con su aspecto débil y apocado.

Yo regresé a mi casa muerto de sueño, de desánimo y de cansancio.

El martes allí volví. Germán salió de nuevo por el portal a las dos. Y en esta segunda ronda tuve más suerte. Porque sucedió algo. Algo muy desazonador, tierno y repugnante a la vez. Habrá gente que pensará que me invento partes, que es un argumento barato para una historietilla de terror de verano, pero para nada, no tiene ninguna gracia, no sabéis lo que se siente cuando ves en esas circunstancias a alguien a quien quieres… Es que, a fin de cuentas, era mi amigo Germán el que lo hacía, mi amigo raro de la infancia, y yo lo estaba viendo con mis propios ojos a través de unos prismáticos.

Deambulaba por caminos pedregosos y carreteras secundarias llenas de curvas, en un itinerario distinto al del día anterior, como si se hubiera propuesto rastrear todo el paisaje de veinte kilómetros a la redonda en busca de algún cadáver. Eso es lo que buscaba exactamente. Cadáveres. Cadáveres de animales muertos por atropello, y que se habían quedado tirados en la cuneta… Y a las dos horas y media, encontró algo. Yo me escondí tras unos matorrales, saqué los prismáticos y observé que con todo mimo y ceremonia recogía el cadáver de un gato, cavaba un hoyo bastante profundo con la azada, introducía al infeliz felino en el agujero, y lo cubría con tierra y hojas y yerba. Rápidamente se me vino a la cabeza aquella confesión de niño de que se excitaba con los animales salvajes muertos, pero no, no, no hay que ponerle más literatura al asunto, ni adornarlo, no tiene ninguna gracia ni morbo. Germán no se masturbó con el gato muerto ni con el hoyo ni con la tumba ni con la azada. Ni se tocó ni nada de nada. Lo enterró y punto, y siguió caminando.

El miércoles salimos de nuevo; de dos a siete, puntuales siempre, y no sucedió nada. El jueves, a los diez minutos de excursión macabra, recogió un pajarillo y le dio sepultura. Y poco después encontró un perro de mediano tamaño. El perro aún gemía, no estaba muerto del todo, y Germán le abrió la cabeza con la azada; estoy convencido de que con la intención sana de que el chuchillo dejara de sufrir. Porque después lo cogió del suelo, le arregló un poco los sesos que se habían esparcido, y estuvo abrazado a él durante un rato muy largo. Incluso creo que le oí gemir. O sería el perro que aún seguía con algo de vida… Cavó el hoyo y enterró al perrillo.

El viernes hizo lo mismo con otros dos gatos malheridos por atropello. Les partió la cabeza de un golpe certero de azada y les dio cristiana sepultura.

A eso se dedicaba Germán por la noches. Ahora ya lo sabes, querida Laura. Se escapaba de tu cama para enterrar pobres animales atropellados y muertos o moribundos en las cunetas de las carreteras secundarias. Incluso alguna noche llevaba en una bolsa de plástico del Carrefour pequeños ramos de flores, que seguramente había arrancado de las coronas de muertos que le encargaban para los entierros, y que a menudo resultan excesivas, muy recargadas, con redundantes floripondios. Qué mejor que robar algunos gladiolos blancos y naranjas para colocarlos en las pequeñas tumbas de gatitos con mala suerte…

Por supuesto, no le dije nada a nadie, sólo escribí lo que pasaba, el resultado de mi exitosa operación de investigación, en un papelillo, y lo quemé con un mechero, porque en algún sitio había leído que es la manera de contarle alguna noticia o algo que te han pedido a gente que está ya muerta. Que con el fuego y el humo les llegan las palabras hasta donde les tengan que llegar.

Estoy seguro de que Laura se quedó más tranquila.

Germán siguió repartiendo coronas de muertos, con algún gladiolo más o menos, durmiéndose a deshoras y a todas horas, y me imagino que rastreando  con cien ojos las cunetas. No volví a perseguirle. Seguramente los buitres y los grajos no le guardaban mucho aprecio, pues era carroña que les arrebataba. Y yo ahora, cuando conduzco de noche por alguna carretera secundaria, no puedo evitar ir mirando hacia las cunetas por si veo algún erizo, zorro, gato, perro o gorrión agonizando. Para bajarme a enterrarlo. Por eso intento conducir de noche lo menos posible. No quiero volverme loco, que bastante loco está el mundo ya. No hay más que echar un vistazo al FMI o al Oriente Próximo o a la OCDE.

Dejé de verle. Me trasladé a Madrid y perdí todo contacto con Germán, aunque le seguí guardando aprecio y hasta cariño. Después de haberle visto en aquella situación, no consigo quitarme de la cabeza la imagen, agrandada por las lentes de los prismáticos, de mi amigo tremendamente pálido y delgado abrazado a un perrito agonizante, ensangrentándose toda la ropa, gimiendo ambos, uno de muerte y dolor, otro de pena y de…, de… vete a saber tú de qué más… Y la imagen me llega acompañada de un profundo y húmedo aroma a gladiolos, mezclado con olor a vísceras, hasta resultar muy desagradable por lo intenso, y porque el viento sur que soplaba lo hacía aún más empalagoso.

Hace un tiempo, otro amigo me comentó que Germán había muerto tal día como hoy hace dos años, que un coche le había atropellado en una carretera secundaria y que, como se dice, se había dado a la fuga, que encontraron su cuerpo ya frío, en una cuneta, con una bolsa del Carrefour con claveles y un trozo mohoso de tarta de zanahoria y chocolate. Lo primero que pensé fue en lo injusta que es la vida: nadie lo había enterrado en aquella cuneta, sino que su aséptica familia decidió incinerar sus restos. Yo creo que hasta se alegraron de quitarse de en medio por fin al raro del grupo. Porque mi amigo me contó que no vio a nadie llorar y que todo estaba perfectamente y limpiamente organizado. Que no faltó ningún detalle, y eso en un funeral siempre resulta sospechoso.

Esta tarde de calor y modorra en la gran ciudad, en la que el ventilador apenas alivia esta sensación de falta de aire antes de preparar la escalera para atarme las pelotas con un par de libros en el otro extremo, he querido recordar así por escrito a alguien que no dormía por las noches, a quien nunca nadie homenajeó ni premió, ni siquiera, aparte de su novia cadáver, le alentó con un abrazo o con alguna palmadita en la espalda. Ni siquiera yo. Y ahora me arrepiento de no haberle abrazado, y abrazado mucho. Como él a aquel chuchillo.

Tras recordar la historia de Germán, me siento como triste y solo, con una sensación de vacío dentro y de absurdo a mi alrededor. No entiendo ni al FMI ni al Tribunal de Cuentas ni al Consejo de Seguridad de la ONU. No quiero hacer literatura con los raros. Todos lo somos un poco bastante. Mirad sin ir más lejos mi escroto extracolgante…

Creo que añadiré un tercer libro.

No, para leer estas vacaciones, no.

Ya sabes, para colgármelo de las pelotas.

Algo de Cheever o Chandler, o así.

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Comentarios

  • piansta

    Por piansta, el 15 agosto 2014

    gracias.
    ha sido un placer,
    creo.

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