Ana García Siñeriz, siempre la elegancia

La periodista Ana García Siñeriz

La periodista Ana García Siñeriz

La periodista Ana García Siñeriz

La periodista Ana García Siñeriz, en una foto de su cuenta de Instagram.

En una nueva entrega de ‘Espejos y Espejismos’, dedicada a mujeres que, más que quitarnos el aliento, nos reajustan el alma y nos reconcilian con el mundo y con el tiempo, la autora se detiene hoy en la periodista y escritora Ana García Siñeriz.

«Hay seres humanos, hay personajes». Escribió Houellebecq. Pero ella sería para siempre un ser humano. Lo supe desde la primera vez que la vi, lo supe aunque quienes la trajeron hasta mi casa tuvieran la intención de hacer de ella un personaje.

Después de un siglo, continúa intacta. Perpetuando la elegancia de aquellas tardes de los años noventa en que las horas se hacían lentas mientras los niños dormían y los ancianos soñaban con el futuro. Perpetuando la elegancia de las largas madrugadas en que las estrellas silenciaban sus pasos sobre una larga alfombra roja en busca de una gloria que casi siempre acababa hecha añicos. Entonces trasnochar no era un pecado sino el desafío que pasada la veintena lanzábamos contra la feroz dictadura de Morfeo. Ahora somos mayores, y aunque el sueño americano es a día de hoy un cristal destrozado sobre la calzada de todas las ciudades del mundo, la elegancia de palabra y obra de Ana García-Siñeriz sigue sonando como sólo suena el viento en París o como sonaba aquella elegía que cantó Brigitte Bardot al irrecuperable verano de Saint-Tropez.

Coherente y ácida como si fuese la hija que el destino le negó a Truman Capote, Siñeriz analiza la realidad de un siglo, el XXI, que ha resultado ser un abominable corral de malas comedias, y no el siglo que nos prometió el futuro. Aquel en el que los coches podrían volar y las mujeres llevarían peinados imposibles debajo de la lluvia.

Ridley Scott nos mintió como solo sabe mentir un dios. Y aun así seguimos mirando a los ojos a los días que nacen tras las noches que ya no prometen ni libertad ni justicia, sino los susurros de un cementerio líquido en el que resulta indecente mojar nuestros pies cada vez que llega el calor.

Por eso escojo la elegancia, la refrescante visión periférica de una mujer cuyo restaurante favorito se sostiene sobre un camino polvoriento y bajo un cielo que ni obliga ni amedrenta a la imaginación. Y leo sus novelas y en sus mujeres rubias recobro el poder de un porvenir que me hacía soñar, porque las mentiras acaban construyendo a los hombres y las verdades destruyendo a los héroes. Y persigo su humanidad porque ser humano por persona interpuesta es a veces la única opción para quien soñaba de niña con tener los mismos ojos gloriosos que Ava Gardner.

No hay palabra suya que no comparta, ni movimiento suyo que no admire. Incluso compartimos la evidencia de un viaje inconcluso, la llegada a un paraíso, Tahití, que a ella le niega su ajetreada vida y a mí me negará para siempre la muerte de mi mejor amiga.

Hay seres humanos, decía Houellebecq, seres humanos como Ana García Siñeriz capaces de desdecir a un hombre sabio como Cioran y convertirse en un himno indestructible, porque la inteligencia es el único espejo que no deshace el paso del tiempo. No tengo duda de que Kennedy la hubiese escogido como jefa de campaña y que si la antigua musa de Vadim reabriese su casa de la Costa azul, y olvidase su simpatía por los fascistas, Ana estaría invitada a esa fiesta.

Hay personas que te reajustan el alma cuando el porvenir no llega, que esperan de ti que desees coleccionar preguntas en lugar de adocenarte sobre un cómodo lecho de respuesta. Ana García Siñeriz es una de esas personas. Y por eso la admiro después de dos siglos, porque son pocos los que pueden hacernos desear que la memoria vuelva a llenarse de preguntas como cuando éramos niños, porque aquel que tiene la generosidad de devolver a un ser humano hasta su infancia merece ser admirado.

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