El arte genial y horrible, bazofia y obra maestra de Bruce Conner

Bruce Conner. Cabeza de bomba. 1989. Foto: Conner Family Trust, San Francisco.

Bruce Conner. Cabeza de bomba. 1989. Foto: Conner Family Trust, San Francisco.

Bruce Conner. Cabeza de bomba. 1989. Foto: Conner Family Trust, San Francisco.

Bruce Conner. Cabeza de bomba. 1989. Foto: Conner Family Trust, San Francisco.

Fue el antiartista y a la vez uno de los más brillantes y perspicaces artistas del arte contemporáneo. Bruce Conner (Kansas, 1933 / San Francisco 2008) es inclasificable. Un disidente que entendía su participación en el mundo del arte como una performance, un juego en el que se reinventaba constantemente. Podemos ver todas sus contradicciones en el museo Reina Sofía hasta el 22 de mayo.

Psicodélico y realista a partes iguales, Conner tuvo el privilegio de estar en el momento adecuado, en el lugar preciso, cuando en la sociedad estadounidense se desarrollaban los beats, los hippies y el punk. Poco amigo de mostrar su obra en vida, la retrospectiva Es todo cierto, que le dedica el museo Reina Sofía de Madrid, organizada por The San Francisco Museum of Modern Art, reúne 300 obras en un popurrí que comprende todo: esculturas, dibujos, pinturas, grabados, collage, fotografía, cine y vídeo. Es la obra de un multiartista.

Influenciado por el dadá, el surrealismo y los objetos encontrados de Duchamp, Conner se dio a conocer con sus primeras piezas, los Assemblages, a mediados de los años 50. Como un trapero, recogía de las calles, de los contenedores, todo lo que podía interesarle: muebles, marcos de ventana, papel pintado, pantallas de lámparas. Su Ratbastard, rata inmunda, y Rat Purse, hechos con madera, bramante, canicas, cáscaras de nuez, cuerda, pluma, lentejuelas y nailon, son casi arqueológicos. Obras de arte portátiles, bolsos para colgar del hombro si es que te atrevías con una bolsa de aspecto poco confesable. El título ratero hacía referencia a la Rat Bastard Protective Association, una confederación de artistas capitaneada por el popio Conner, inspirada en la Scavenger’s Protective Association, la organización de basureros de Miami, a los que Conner admiraba porque eran “gente que hacía cosas con los desechos de la sociedad”.

Las medias de nailon, omnipresentes en estas instalaciones, eran su material preferido que utilizaba para sugerir telarañas, velos de gasa, misterio y visibilidad. En 1964, declaró estar harto de que le encasillaran sólo como artista de assemblages, de “pegar grandes pedazos del mundo para colocarlos en su sitio”.

Bruce Conner. Fotograma de Escapada. 1966. Foto: Conner Family Trust, San Francisco.

Bruce Conner. Fotograma de Escapada. 1966. Foto: Conner Family Trust, San Francisco.

Vista de sala de la exposición de Bruce Conner en el Reina Sofía de Madrid.

Vista de sala de la exposición de Bruce Conner en el Reina Sofía de Madrid.

Las esculturas oscuras son otra vuelta de tuerca a sus obras de desechos. Realizadas con cera negra, muy macabras, reflejan el miedo y el rechazo a la violencia. En la sala negra, dramática, donde se exponen juntas por primera vez, el papel central le corresponde a Child (1959), un alegato contra la pena de muerte, la obra que Conner creó en respuesta a la ejecución de Caryl Chessman, un vecino de Los Ángeles condenado por violación, robo y secuestro en 1948. La muñeca envuelta en nailon, sentada en una silla, como la madre del protagonista de Psicosis, provoca espanto. La adquirió el MoMa, pero estaba tan deteriorada que sólo ahora se ha podido mostrar de nuevo, tras una minuciosa reconstrucción por los conservadores del museo de Nueva York.

En los años sesenta, a Conner le entró el pánico, miedo a una guerra nuclear, y pensó que un lugar más seguro sería Ciudad Juárez, en México. Las pasó canutas; no era tan fácil encontrar objetos para reciclar en una sociedad pobre, pero él hizo de la necesidad, virtud y de la espiritualidad y los hongos mágicos, un arte potente. Combinaba lo sagrado, estampas, collares-rosarios, con fotos de mujeres en bañador: “Entrabas en un taller de reparación de coches, y en medio de todas aquellas herramientas llenas de grasa, te podía encontrar un altar consagrado a la Virgen de Guadalupe… Justo al lado había una llave inglesa y flores de plástico y un póster de una chica medio desnuda”.

Recuperado de su etapa de mezcal y ácido, de vuelta a San Francisco, Conner siguió siendo un artista contracultural. Empezó a dibujar, buscando eso sí, algo diferente. Descubrió el placer de coger un rotulador y, sin soltarlo, trazar líneas y más líneas, como mandalas indios. Son dibujos de tinta tan densos que no se puede ver ni una brizna de luz, nada surge del papel que los acoge. Superficies que parecen vibrar como “una forma de magia”.

En su etapa de dibujante, Conner ya sabía que trabajar con rotuladores era hacerlo con algo perecedero. De hecho, muchos de sus dibujos no han resistido el paso del tiempo. Siempre bromista, de Conner se cuenta una anécdota que lo retrata muy bien. En 1980, le hizo un regalo de boda a una antigua ayudante, la artista Kristine Stiles, un dibujo de 1969, y le recomendó que lo colgara en un lugar expuesto a la luz. Ella no le hizo caso y la obra puede aún contemplarse.

Durante una temporada, insistió en firmar las obras que producía con la huella del pulgar, un acto de rebeldía porque una leve mancha puede ser motivo para descartar un grabado. La litografía Thumb print (1965), está llena de sus huellas dactilares.

En conflicto con todo, se resistía a entrar en la rueda de galeristas y museos -sólo expuso una vez en su vida-. Le gustaba mostrar su rechazo a las convenciones con mucha ironía. Su serie de Tocar/No tocar es genial. Una forma de protestar contra el corsé museístico en dos paneles con la frase No Touch y en otro, protegido con metacrilato, escribió Touch.

A mediados de los años setenta, Conner empezó a experimentar con un nuevo estilo de dibujos con manchas de tinta. Eran composiciones que recuerdan a los test que muestran los psicológos para adivinar formas. Estas obras le ayudaron a reinventarse en los años noventa, cuando la enfermedad hepática que padecía le limitaba en su trabajo. Tras su jubilación artística en 1999, su alter ego, Anonymous, heredó su producción de manchas de tinta.

Fotograma de 'Una película' de Bruce Conner. Foto: Conner Family Trust, San Francisco.

Fotograma de ‘Una película’ de Bruce Conner. Foto: Conner Family Trust, San Francisco.

En la exposición tienen mucho protagonismo las películas que realizó Conner, un pionero de la vanguardia cinematográfica. Su Movie (1958), un collage de 12 minutos con un montaje que mezcla escenas de películas de cowboys y carreras de coches, es una locura divertidísima; como Breakaway (1966), donde una gogó se mueve en un rápido y rítmico montaje, y Cosmic Ray (1961), 2.000 imágenes en cuatro minutos de átomos, Mickey Mouse y bailarinas desnudas. Son precursores de los videoclips con música pop.

Y si quieren saber por qué Es todo cierto es el título de la exposición, la clave está en la carta que Conner envió a la galerista Paula Kirbkeby en la que dejó claro su retrato vital, el de un hombre lleno de contradicciones: “Soy un artista, un antiartista, arrogante, modesto, un feminista, un misógino redomado, un romántico, un realista, un surrealista, conceptual, minimalista, posmoderno, beatnik, hippie, punk… Se ha dicho de mi obra que es hermosa, horrible, bazofia, genial, dispersa, precisa… contemporánea, iconoclasta, sofisticada, basura, obra maestra, etc. Es todo cierto”.

Ahí lo tienen.

Bruce Conner. ‘Es todo cierto’. En el Museo Reina Sofía de Madrid. Hasta el 22 de mayo.

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Comentarios

  • mcale

    Por mcale, el 19 agosto 2017

    Gracias por tu publicación, estaba buscando información sobre este artista. Gracias!!!

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