El síndrome del ‘selfie’ y la empatía atrofiada

Foto: Diego Lara.

Foto: Diego Lara.

Foto: Diego Lara.

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¿Cómo influye el uso y abuso de las redes sociales en nuestra capacidad de empatizar con los sentimientos de los demás? Tras los últimos atentados terroristas, algunas reacciones de oportunismo, frivolidad, desapego y falta de escrúpulos han subrayado la dificultad creciente de identificarnos con el dolor de los demás. Además, las redes recogen la dinámica de una sociedad que estimula el individualismo. Constituyen un espacio de reafirmación personal donde la prioridad mayoritaria radica en hacerse visible a cualquier precio. El síndrome del ‘selfie’ supone la culminación de esta deriva: observar observamos, pero fundamentalmente a nosotros mismos.

Kevin Carter ganó el Pulitzer, en 1994, con una fotografía que mostraba a un niño desnutrido de Sudán acechado a escasos metros por un buitre que parecía esperar su hora. La instantánea, publicada en The New York Times, se convirtió en una imagen icónica, símbolo de un mundo en el que poderosos carroñeros se beneficiaban del desamparo de los más pobres. Pero en este caso la significación también alcanzó al observante. La aparente frialdad mostrada por el reportero sudafricano se interpretó como una muestra de la indiferencia de ciertos sectores de países occidentales frente a dramas similares. Lo cierto es que esa lectura no hacía justicia a lo sucedido. Ni el niño agonizaba ni en ningún momento corrió peligro, lo cual no evitó que Carter sucumbiera ante la presión de las críticas y se suicidara.

El relato falso que se generó en torno a esa fotografía era, no obstante, representativo de un fenómeno que no ha hecho más que consolidarse con el paso del tiempo: la preocupante pérdida de empatía por parte de una sociedad cada vez más individualista. Algunas reacciones suscitadas a raíz del atentado perpetrado en las Ramblas de Barcelona así lo demuestran. Aunque muchas sí que fueron acordes a un suceso de esta índole, como el pavor y la pesadumbre que nos afectó a millones o un instinto de solidaridad y auxilio por parte de algunos que vivieron de cerca el suceso, también hemos sido testigos de otras actitudes que demuestran un grado de desafección cuando menos desconcertante: personas comprando en establecimientos próximos al lugar del crimen, impasibles ante lo sucedido hacía un rato; una muchedumbre aprovechando la tragedia para vender, sin escrúpulo alguno, sus discursos ideológicos; un goteo incesante de bulos alarmantes con el único motivo de alentar gratuitamente el pánico; o ciudadanos que no perdían la ocasión para fotografiar con sus móviles a las víctimas que yacían en el lugar de los hechos, con el mismo desapego que se le atribuyó injustamente en el pasado a Kevin Carter.

Pero la pérdida de empatía no solo es apreciable en el desdén hacia el dolor de otros, sino también en la incapacidad para admitir la diferencia. Basta echar un vistazo a redes sociales y medios de comunicación para captar la intransigencia con cualquiera que se salga de un patrón establecido. Se censura a quien no comulga con los mismos preceptos políticos, a quien no comparte adscripción deportiva, a quien sigue a una religión ajena, a quien habla en otro idioma, a quien tiene una orientación sexual distinta, a quien tiene costumbres que nos son extrañas. Lo diferente siempre se traduce en clave de oposición. Cada ámbito tiene sus propios frentes, pero lo común a todos ellos es la intención de no comprenderse.

Somos seres sociales. Y para convivir con los demás no es indispensable poder reconocer su situación. La empatía es la cualidad por la cual somos capaces de comprender al otro, de percibir qué siente o piensa y por qué. Igual que el miedo es un mecanismo biológico que se activa para sortear una amenaza, la empatía es otra función natural que nos facilita la resolución de posibles conflictos. Podríamos simplificar que el miedo nos impulsa a aislarnos, para protegernos en situaciones de excepcionalidad, pero solo mediante la empatía podemos resolver un problema sostenido, que afecta a varios, aproximándonos al conocimiento de la otra parte. Las neuronas espejo conforman un sistema de percepción-acción por el cual, al observar a una persona, se activan las mismas regiones de la corteza cerebral que entrarían en función en caso de que nosotros experimentásemos aquello que está viviendo el sujeto observado. Esta destreza se desarrolla en función de la práctica, es decir, de la frecuencia con la que contemplamos al resto poniéndonos en su lugar. La cuestión es: ¿Observamos a los demás tanto y de la misma manera que antes?

Algunos estudios apuntan a que si bien un uso moderado de las redes sociales puede favorecer el desarrollo de estas capacidades, un exceso de las mismas resulta incluso atrofiante. La ausencia de un contexto real que encuadre a nuestro interlocutor, de indicios como el lenguaje corporal, expresiones faciales o el tono de la voz, nos dificulta la identificación de su perspectiva. Con frecuencia, en una comunicación telemática, se producen fricciones entre dos individuos que no han modulado sus registros entre sí o que, directamente, se han malinterpretado, al no disponer de señales precisas para reconocerse. Internet ha supuesto un aumento exponencial de oportunidades para establecer contactos con otras personas pero, a su vez, nos ha privado de un marco de referencia que nos ayude a descifrarlas. Esta convivencia en la penumbra genera un efecto distancia que hace que factores emocionalmente intensos se manejen con una mayor frialdad o que los usuarios, en ocasiones, se muestren despiadados. Además, las redes recogen la dinámica de una sociedad que estimula, desde el interés de un marco económico casi generalizado, un individualismo que parece no tener freno. Constituyen un espacio de reafirmación personal donde la prioridad mayoritaria radica en hacerse visible a cualquier precio. El síndrome del selfie supone la culminación de esta deriva: observar observamos, pero fundamentalmente a nosotros mismos.

Pocos personajes han ejemplarizado mejor la empatía que Nelson Mandela. Desde su cautiverio en la prisión de Robben Island dejó constancia de una amplitud de miras fuera de lo común. Mandela aprendió la historia, la cultura y la lengua de sus enemigos, así como mostró una cortesía, poco habitual, hacia sus propios carceleros. Cuando en julio de 1989, el primer ministro sudafricano Pieter Botha invitó a Mandela a tomar el té en su casa, el activista observó dos gestos que luego confesó fueron más decisivos que la propia conversación. Primero, que Botha le tendiera la mano con naturalidad y segundo, que le sirviera personalmente el té. Al contemplar su actitud, Mandela comprendió que su oponente era, pese a representar la cara visible del Apartheid, un ser humano como él. El punto indispensable para poder llegar a un buen acuerdo.

La anécdota del premio Nobel de la Paz fue narrada por el filósofo franco-búlgaro Tzvetan Tódorov, uno de los pensadores que más ha incidido en los últimos tiempos sobre el concepto de alteridad, la capacidad para ser otro. Todorov postulaba que la vida moderna y mecanizada llevaba a la degradación de la vida cotidiana. “Hoy no se admiran los gestos”, concluía. En su obra Elogio de lo cotidiano (1988), realizó un recorrido por el arte pictórico holandés del XVII, un momento que supuso, a su juicio, un punto de inflexión en la historia de la pintura, al situar el foco de la belleza en la cotidianidad. Frans Hals, Judith Leyster, Gerard Ter Borch, Jan Steen, Gabriel Metsu, Pieter de Hooch y, obviamente, Rembrandt o Vermeer, descubrían la humanidad en los detalles más insignificantes. Pero para ello, recalcaba Todorov, era necesario abrir los ojos y contemplar fuera de uno mismo.

Vivimos en un mundo que nos aproxima tecnológicamente en la misma medida que nos separa en el plano emocional. El incremento de la convivencia entre realidades diferentes está enconando posturas enfrentadas. Si pretendemos salir del ciclo de hostilidad, egoísmo y miedo que nos ancla, no queda otra posibilidad que la de observar a nuestro prójimo para tratar de comprenderlo.

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Comentarios

  • chifus

    Por chifus, el 23 septiembre 2017

    nos programan y envenenan para aislarnos adorarnos enfermar y vendernos la medicina luego
    tele moda cine musica drogas dieta etc etc etc
    se sabe que la carne produce caracter bipolar y ademas esta infecta d antibioticos o qe en exceso produce amoniaco en sangre y desequilibra el ph

  • SARA ALIETH VANEGAS CAÑON

    Por SARA ALIETH VANEGAS CAÑON, el 13 noviembre 2017

    Buen artículo. Creo que estaba pensando eso en concreto pero no encontraba las palabras. Gracias

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