Transformer

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Pensaba escribir esta columna jónica, con la que cada semana sustento la casa que sobrevuela Kansas, hablando de canciones. Quería repasar impresiones, viajar hasta la primera vez que escuché This charming man de The Smiths, del empoderamiento que me contagiaba la voz de Marc Almond, del egocentrismo emocional que me hacía creer que el Somebody de Depeche Mode hablaba de mí cuando, de repente, Lou Reed me deseó las buenas noches. Me dijo: “Goodnight ladies, ladies goodnight. It’s time to say goodbye”.

No era la primera vez que Lou Reed insinuaba un adiós, amenazaba con abandonarnos en los ojos cerrados para, al día siguiente, hacernos vivir la tremenda incógnita de abrirlos y comprobar que algún empresario sin escrúpulos había enmoquetado el lado salvaje. Pero siempre volvía y decía: “Insisto en que estoy vivo” y respirábamos tranquilos. Por eso, lo primero que hice fue no creer.

Ahora, con los ojos abiertos, sé que el 27 de octubre de 2013 no será un día perfecto.

En la lista de canciones de las que pretendía hablar en esta columna estaba Perfect Day. Y en ese momento, con el Transformer en la mano, comprendí lo que ese disco significaba en mi vida y no quise evitar dedicar este espacio a once cortes fundamentales en la banda sonora de un aprendizaje.

No es el único, es cierto. No soy hombre de un solo disco, de una sola canción, de un solo libro, de una sola película. Ni siquiera he sido hombre de un solo hombre. Soy Deseo carnal de Alaska y Dinarama, soy Let’s dance de Bowie, soy Black celebration de Depeche Mode, soy Into the gap de Thompson Twins, soy Hatful of hollow de The Smiths, y así hasta agotar mi memoria. Pero hoy soy, especialmente, Transformer.

Transformer llegó a la plaza de nuestro barrio como llegó Bowie, B-52, Peter Gabriel, Siouxie,…: a través de un hermano mayor. No hablo de posesiones ni nada parecido. Hablo de que a los dieciséis años, cuando en la radio sonaba Mamma María de Ricchi e Poveri, permitirnos acceder a un disco editado en 1972 era tarea de un hermano mayor. Yo no lo tenía. Yo era el mayor. Pero mi amiga Merche sí. Ella lo escuchaba en su casa, bajaba al banco de la plaza en el que nos solíamos reunir y nos hablaba de su nuevo descubrimiento, que era el nuestro.

Desde el fondo del armario escuché una canción lo suficientemente pegadiza como para que no tuviese que hacer ningún esfuerzo en tararearla dos minutos después. Se titulaba Walk on the wild side. Sin entender ni una palabra de la letra sentimos esa canción escaparse del cassette y envolvernos en tela irisada. Ni siquiera sabíamos que esa letra iba a ser tan emblemática para nuestra vida, unos meses después, cuando saliésemos, por primera vez, de la boca de metro de una oscura plaza de Chueca, tomásemos algo en el Casa Benito y acabásemos caminando por la calle Almirante.

Estoy seguro que este disco del ‘príncipe de las tinieblas’, como le llamó la prensa británica, junto al The rise and fall of Ziggy Stardust de Bowie, ha hecho más por las salidas del armario, el empoderamiento y la libertad sexual que cualquier ‘ismo’.

Era cuestión de tiempo que empezásemos a traducir las letras (mitad diccionario, mitad imaginación), a descubrir la contraportada del Transformer, a rebuscar fotos de Holly Woodlawn, de Candy Darling, de Joe Dallesandro, a buscar una novela de Nelson Algren que nunca encontramos, a emplear el estribillo de Vicious como una broma particular que siempre nos hacía reír, a convertir I’m so free en nuestra revolución, a enamorarnos de alguien que ni nos miraba con Satellite of love, a llorar por algo que nosotros sentíamos como amor mientras nos obligábamos a escuchar Perfect day,…  Creo que podría contar una historia empleando cada una de las canciones del Transformer.

Luego llegaría Dirty Blvd., Caroline Says (la I y la II), Coney Island Baby,… pero todo lo que sucedió en nosotros cuando escuchamos Transformer no volvió. No estoy hablando del talento de Reed, ni de su música, ni de sus letras. Hablo de un chaval de dieciséis años, cagado de miedos, y que escuchando un disco no aprendió a ser más valiente pero, al menos, comprendió el significado de la palabra libertad.

Foto: Chelsea Marie Hicks

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