El turismo insostenible que cierra ciudades y abre parques temáticos

Foto de Diego Lara.

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La presión del capitalismo para convertirnos ante todo en seres que consumen ha influido decisivamente a la hora de transformar el periodo de desconexión del tiempo libre en casi una obligación de viajar y hacer cosas y visitar lugares. De ‘aprovechar’ el tiempo y, una vez más, consumir. Ahora hemos dado un paso más. La proliferación de apartamentos de alquiler directo, los vuelos ‘low cost’, la facilidad de organizar viajes por Internet y la incorporación de nuevos mercados como el chino amenazan con convertir el turismo en una plaga que cierra ciudades con encanto para convertirlas en parques temáticos saturados de visitantes. Ciudades donde los comercios locales dejan paso a las franquicias globalizadas y los habitantes huyen por la vertiginosa subida de precios.

El discurso de la productividad como principio motor de la humanidad se ha convertido en una tendencia dominante que ha terminado por calar en todos los órdenes de la vida. El dogma dicta que el crecimiento productivo no se puede detener, lo cual implica, a su vez, la necesidad de incrementar sostenidamente el consumo. Los principales efectos de dicho ciclo son un aumento del progreso -desde una perspectiva materialista-, pero también un desgaste inevitable, tanto en el plano humano como en el de los recursos. El mundo avanza como un barco a vapor que surca el mar aceleradamente a medida que vamos echando leña a la caldera. El dilema surgirá en el momento en que para seguir avanzando haya que utilizar los listones que conforman el casco del navío. Progresaremos, pero no sabemos en qué punto nos hundiremos.

Una de las consecuencias de esta dinámica productiva ha sido la absorción del tiempo libre como un espacio dedicado no a su motivo natural -la regeneración- sino al consumo. La concesión de horas o días de descanso siempre estuvo asociada a una compensación física y psicológica de los efectos del trabajo: desconectar y recuperarse. El ocio, concebido inicialmente como un lujo para las élites, fue reorientado, en diferentes fases históricas, como un factor de descompresión de las masas populares. Era la doctrina del panem et circenses en Roma o del recreacionismo de principios del siglo XIX, corriente que fomentó la irrupción de prácticas deportivas para amortiguar los efectos de la industrialización. Una proyección similar a la que, posteriormente, experimentó el fenómeno del turismo.

Los viajes desligados de un interés productivo fueron, desde la antigüedad, exclusivos de unas élites reducidas que valoraban los beneficios derivados del contacto con nuevas realidades. Durante la segunda mitad del siglo XX, los desplazamientos en periodos de asueto se generalizaron como consecuencia del derecho adquirido por los trabajadores a unas vacaciones, del incremento de la renta media y de los avances en el ámbito de los transportes. El lujo de otros tiempos fue reconducido, de nuevo, como una inercia de consumo más que le privaba, en gran parte, de su iniciativa y mejor provecho.

“¿Vais a algún lado?” suele ser la pregunta inmediata de alguien a quien comunicas que vas a disfrutar de unas vacaciones. No se trata de una moda sino casi de un imperativo que en caso negativo cabe excusar. El turismo constituye hoy el sustento de muchas naciones e incluso para algunas su particular oro negro. Pero el abaratamiento de los costes de desplazamiento, la liberalización del sector y la incorporación al flujo turístico de naciones en desarrollo (China ya es la población que más gasta y apenas comienza a incorporarse) ha provocado, en la última década, una explosión de tal calado que ha comenzado a repercutir en la sostenibilidad de algunos destinos.

Barcelona es un ejemplo paradigmático de este agotamiento por éxito que padecen muchas otras ciudades que se han consagrado a los turistas. La transformación urbana y el impulso obtenido tras los Juegos Olímpicos sumergió a la Ciudad Condal en una espiral de crecimiento imparable. En la actualidad, el turismo supone una fuente de riqueza y empleo a la que casi todos se han sumado y a la que casi nadie se ha atrevido a poner freno pese a que amenaza el umbral de la sostenibilidad. Con una población de 1,6 millones de habitantes, el número de visitantes anuales se sitúa por encima de los 30 millones; desde 1990, las cifras de turistas se han incrementado en un 423%. La alarma, finalmente, saltaba en el último barómetro del consistorio: el turismo se situaba como principal problema para los ciudadanos.

Basta con dar un paseo por la capital catalana, en cualquier momento del año, para percatarse de la sobresaturación de turistas que congestionan el espacio público y los transportes. Barcelona se ha convertido en un gran parque temático en el que los barceloneses huyen estresados de los puntos emblemáticos y donde cada vez resulta más complicado reconocer rasgos de autenticidad. La gentrificación, la apropiación del barrio por el mercado, una suerte de darwinismo urbanístico, está cambiando la composición social de los mismos -desplazando a muchos vecinos incapaces de sufragar el coste de unos alquileres desorbitados a raíz de los pisos turísticos- y extinguiendo al comercio tradicional por un sistema de franquiciado orientado al visitante. La evolución de la urbe como un espacio de convivencia, que resaltaba su singularidad, a un producto estandarizado parece evidente.

A la convulsión social se añade el deterioro medioambiental. Las frecuentes campañas de concienciación para el ahorro de agua parecen haber caído en saco roto: el consumo medio de un cliente de hotel supera en un 311% al de un vecino de la ciudad. Los cruceros, que ya casi se integran como un distrito más, disparan la contaminación: cada uno de los más de 800 que llegan al año a Barcelona emite -según un informe del FAD- la misma cantidad de CO2 que 83.678 coches y el mismo volumen de óxido de nitrógeno que 421.153 vehículos.

Las pinturas urbanas de Philip Barlow nos acercan a ese paisaje difuminado de una ciudad sin forma, donde la muchedumbre solo se adivina tras una mezcla de colores nublados y de contornos difusos. El pintor sudafricano se ha popularizado al retratar la realidad bajo la perspectiva de la mirada de un miope. Una distorsión que tiene cierta equivalencia con la miopía de aquellos órganos de gobierno que no se han anticipado al proceso de descomposición que sufren múltiples urbes a raíz del turismo desbocado. Barlow, no obstante, también se caracteriza por sus escenas de bañistas en la playa en las que proyecta, como un Sorolla moderno, la paz de la verdadera esencia del tiempo libre: la desconexión de la rutina.

Resulta paradójico que en la pretensión de huir de nuestra realidad cotidiana caigamos presa de unos escenarios artificiosos que nos remiten al bullicio habitual y que son tan parecidos entre sí. Todos somos turistas y, por tanto, es necesario constatar que ni la turismofobia está justificada ni el turismo es pernicioso por sí mismo. Pero también deberíamos obligarnos a una actitud responsable con lo común y coherente de nuestras propias necesidades. Obviamente, también es el momento para que las instituciones regulen el fenómeno con firmeza en aras de una sostenibilidad social y ambiental que restablezca el equilibrio entre residentes, turistas y entorno. De lo contrario, como sucede con cualquier otra tendencia en la que la erosión desborda a la regeneración, estaremos condenados a hundirnos en el fondo del océano.

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Comentarios

  • Carmen Frías

    Por Carmen Frías, el 28 julio 2017

    Del tema de este artículo de Alberdi (asunto que a mí también me preocupa, va,precisamente, mi próxima novela.

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