Otra de Berlanga, por favor, que todo vuelve

Luis García Berlanga. Foto de Victoria Iglesias.

La reportera aprovecha que el genial retratista de la España más carpetovetónica y absurda –y que parece que ha regresado con fuerza–, el cineasta Luis García Berlanga, murió tal día como ayer de hace 9 años, para repasar muchas situaciones ‘berlanguianas’ con las que se ha topado en su vida profesional. A todos se nos ocurrirían unas cuantas más. Y algunas muy recientes, muy similares a ‘La escopeta nacional’ y ‘Patrimonio Nacional’. Porque somos españoles, oé oé oé.

Creo que todos llevamos una de Berlanga dentro, o varias. Aquellas escenas que se precipitan partiendo de una realidad que por segundos se multiplica y que nos lleva a lo absurdo, a lo jocoso; a veces a un humor negro que nos hace sentir qué irreales somos todos en esta vida cogida con pinzas.

Presentir la apoteosis del momento álgido que te desencaja sintiendo una especie de risa seca, a veces agria, en las entrañas, incluso rodeado de lágrimas. Un instante delicado que sin aviso desaparecerá para dejarnos de nuevo en la vida lineal de la inocencia.

El tío Nisio, ganadero:

Recién llegado del pueblecito de Salamanca. Impecablemente vestido con su traje mil rayas, chaleco y botas de cuero. Que ahora consulta su reloj de bolsillo; que ahora esconde de nuevo para sacar el tabaco y liarse un cigarro mientras cuelga del brazo la cachava; que observa el horizonte hacia la carretera sentado en la puerta de la casa de su cuñado y de su hermana, que es mi madre. Y que ésta no para de dar vueltas y repetir las frases que yo le he hecho aprender y que tiene que decir a sus futuros consuegros:

“How are you, Beverly? How are you, John?”.

Y a la vez mi padre diciendo que él ya sabe inglés, que lo estudió. Y mi hermana y mis primas con mi tía, y todo cristo, haciendo gazpacho, bacalao al pil pil y cortando jamón…

Y luego cuando llegan y la casa es un alboroto y se utilizan incluso las sillas del jardincillo, y sin querer la que se le doblan las patas traseras que casi tumba al primo Angelito….

Pues el tío Dionisio, decía yo un párrafo arriba…

Vio venir a los americanos casi el mismo día de mi boda; aunque en esta ocasión no pasaron de largo y se quedaron con nosotros varios días. Estas jornadas fueron una de Berlanga, sin duda.

Hay atrapadores de arenas movedizas. Personas que no miran de forma lineal la vida. Ojos capaces de percibir las migas alrededor del plato lleno. Contagiosos de risas mudas que pregonan: Las mejores ironías del mundo. Situaciones que te hacen llevar la cara a las manos cuando te estás doblando de tristeza o de risa.

Una mañana fui con mi amiga Consuelo a casa de Rancapino para que nos hablara de José Monge Cruz, Camarón. Una mañana de verano entre San Fernando y Chiclana donde no corría ni el Poniente ni el Levante, y sólo las moscas revoloteaban encima de la mesa y se posaban en las tortitas de camarones que nos sacaba Joselito el de la Venta: “Que os digo que os recibe pero que no pasáis para dentro de la casa; que siempre está en obras, dice”.

Y allí en el umbral, como mi tío Dionisio miraba la hora y la guardaba en el bolsillo, miramos nosotros los goznes de las puertas. Y mientras mirábamos, con aire resignado, apareció efectivamente la fachada de la casa en obras. Y aparecieron los niños que en el patio saltaban encima del capó de un viejo coche. Y la sonrisa opulenta de Rancapino, su nariz gruesa y su pelo abundante. Y cómo no ibas a querer abrazar a esos niños que él mandó a saludarnos:

–Qué guapos.

–Digo… (dice el padre, Rancapino).

–Qué ricos.

(Y nos dimos todos unos besos).

–Qué guapos son –repito.

–Digo… Pero, bueno, ahora tienen mal color porque están con la hepatitis… –dicen. (Terminó diciendo el cantaor).

Desde entonces él tiene un altar en el hueco amable de mi memoria como tantos otros momentos.

El Cabrero que se tiró al suelo en medio de los rastrojos, y las cabras, y utilizó mi reflector de fotografía como escudo para que no le viera una avispa a cuya picadura era alérgico. Así que todos hicimos cuerpo a tierra, entre las cagarrutas, por solidaridad, creo.

La silla de discapacitados que utilicé en el aeropuerto de Atlanta para llevar las maletas, y no al enfermo Camarón, que fue quien hizo de compinche.

En otras circunstancias muy distintas… La Guardia Civil deteniéndonos (junto a mis compañeros de una revista) en el puerto de Valencia porque decían que habíamos obstruido a la justicia por no desvelar el paradero de una menor que se había escapado con su profe de Biología (a los que hacíamos un reportaje en exclusiva).

El bombero de la estación al lado del World Trade Center, que me llevó en su moto por todo Manhattan hasta que encontramos mi hotel. (Desde ese momento aprendí a apuntar bien mis direcciones, aunque seguí guardando las tarjetas de visita en el bolsillo trasero del pantalón).

Los dos días de viaje a solas por Túnez mientras daba con mis amigos, ya de noche, en la ciudad troglodita de Matmata.

El señor que me perseguía por el centro de Trípoli a la vez que yo hacía fotos, hasta darme cuenta de que estaba puesto para vigilarnos por el recién nombrado ministro de turismo de Gadafi… (Y una venga, y venga, a hacerle retratos a ese tipo tan curioso de la gabardina…).

Hay muchas situaciones más, un largo etcétera

Sólo quienes somos muy afortunados tenemos en vena muchas de Berlanga. Yo cuando lo tuve delante sólo pude mirarlo a los ojos y disparar. Creo que nos entendimos.

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