El confinamiento, el mayor enemigo de la ficción

Confinamiento y ficción no funcionan. Foto: Pixabay.

Confinamiento y ficción no funcionan. Foto: Pixabay.

Por CLARA OBLIGADO

En estos días de aislamiento en los que todos hemos echado mano de los recursos más variados, se ha repetido sin cesar que los que nos dedicamos a los libros estábamos mejor pertrechados para soportar el encierro que los que no tienen la costumbre de acercarse a la cultura. Más aún, se ha insistido en que, si se es escritor, la reclusión y el silencio, el sosiego necesario iban a enriquecer nuestra tarea y nos iban a dejar en mejor situación que a aquellos que no están demasiado acostumbrados a asomarse a su mundo interior. Pero yo no he sido capaz de escribir ni una línea de ficción; tampoco he podido leerla. La mayoría de los textos que la literatura ha producido sobre la peste se han escrito muchos años más tarde, cuando la epidemia ya había sido masticada y digerida.

Tiempo y sosiego, pocos estímulos externos, y una quietud obligatoria parecían ser el escenario perfecto para nuestra tarea. Es cierto que Cervantes empezó a escribir El Quijote en el confinamiento, Irene Némirowsky redactaba sus libros perseguida por los nazis y Gramsci cambió la teoría política desde la cárcel.

Pero las cosas no siempre son así, y no todos somos tan geniales. Por un lado, el aislamiento que se necesita para escribir no es justamente el de una pandemia, aunque algunos temperamentos muy particulares puedan convertirlo en un paréntesis creativo. Desde mi punto de vista, es cierto que la lectura ayuda a la soledad, y que la escritura es también un oficio que pide un aislamiento creativo. Pero en estos días, cuando todo lo que nos rodeaba era tristeza, yo no he sido capaz de colocarme en la posición que hace falta la escritura. La escritura, cuando es medianamente sincera, pide que nos permitamos cierta fragilidad, que dejemos de lado los diversos trajes y corazas que utilizamos para sobrevivir y que liberemos algo que viene desde dentro y que fluye sin diques. La ficción, pues, pide cierta valentía que había que sumar al estado quebradizo en el que nos dejó la pandemia. Yo no he sido capaz, en estos días, de escribir ni una línea de ficción, y tampoco he podido leerla. Curiosamente, la mayoría de los textos que la literatura ha producido sobre la peste se han escrito muchos años más tarde, cuando la epidemia ya había sido masticada y digerida.

En cambio la época sí me ha permitido reflexionar, leer y escribir ensayo, incluso me lo pedía el cuerpo, y salgo del aislamiento con un libro terminado y un pinzamiento en la columna, porque entre la falta de ejercicio y el oficio de escritora, que no es justamente gimnástico, la espalda se resiente.

Otras cosas he conseguido también durante el encierro. Por un lado, he podido continuar con mis talleres de manera virtual, invitando a los participantes a cambiar tanto el formato como la actitud frente a las clases. Y así he recuperado algunos de los privilegios que, sin duda alguna, la literatura otorga. Si algo me han regalado los libros, en estos tiempos sin certezas, es la posibilidad de observar el pasado desde la literatura misma y de analizar cómo otros autores, y otras épocas, han hablado del tema de la peste, cómo la han vencido, y qué reflexiones han hecho después.

Con estas lecturas, y estas vacilaciones, he organizado la actividad del Taller, que consistió en leer el Decamerón y en escribir nuestros propios relatos en torno al tema de la peste. El Decamerón es un libro que no sólo da cuenta de una de las más grandes epidemias que sufrió la humanidad, sino que también pinta las estrategias que se utilizaron para superarla: el humor, el dolor, el erotismo y la confianza en que la vida continúa. Además, después de ese período oscuro, la eclosión artística del Renacimiento fue un atisbo de esperanza y llega a nosotros con su promesa de compensación y de alegría.

Durante dos meses hemos organizado cursos ampliados, en los que muchos de los participantes hablaron de temas que conocían bien, como la música, la pintura, los jardines y muchos más que se sumaron a las clases habituales; fue una generosa experiencia de conocimiento compartido.

Los tiempos vuelven, poco a poco, a aquello que se ha dado en llamar la “nueva normalidad”, expresión sin duda extraña, porque toda normalidad supone cierta dosis de costumbre, y nosotros también hemos regresado también a nuestras clases de siempre.

¿Es esto nuevo? No, no lo es, y no sabemos muy bien qué nos espera. Pero en estos tiempos de naufragio hemos constatado, una vez más, que la cultura, como acción común, es muchísimo más consoladora que la solitaria exaltación del individualismo, que es un espacio de reflexión capaz de soportarnos en las vacilaciones de una tormenta.

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