Cuando el hombre habla de su pene como un sujeto con voluntad propia

Fotografía de Irene Diaz.

Fotografía de Irene Diaz.

Fotografía de Irene Diaz.

Fotografía de Irene Diaz.

Tratar al propio pene como sujeto de derecho, ponerle sobrenombre, porque ‘ella’ tiene vida propia, intenciones y hasta buen o mal humor. A nosotras el asunto nos deja perplejas, porque somos personas con nuestras partes corporales integradas. Otra entrega, y pelín de humor, de nuestra sección quincenal a dos voces, ‘Por culpa de Eros’. Diálogos sobre encuentros, el eterno femenino resistente y las masculinidades errantes en tiempos de turbocapitalismo. A cargo de Analía Iglesias y Lionel S. Delgado.

Lección 1 de taller literario: evitar personalizar los objetos o las partes del cuerpo. Por ejemplo, no escribir “el libro buscó reposo en la mesa” e intentar eludir “sus ojos miraron el horizonte por última vez”; mejor “ella (o él) miró el horizonte…”. Esta regla para principiantes en el oficio de escribir no hace sino reforzar la idea de que somos un individuo con todas sus partes integradas y que, como personas, hacemos cosas; no son nuestras partes las que tienen la voluntad de hacerlas.

El humor es otra cosa, claro. Deconstruir al otro en una canción fue lo que hizo Serrat: “Me gusta todo de ti: tus ojos de fiera en celo, el filo de tu nariz, el resplandor de tu pelo. Me gusta todo de ti, pero tú, no”. También se puede ser teta, como en el libro de Philip Roth (El pecho), en el que el protagonista amanecía un día convertido todo él en glándula mamaria y, a partir de ahí, lidiaba con la vida desde esa condición… O ser pene, según el juego de los nombres equívocos, en inglés, que es lo que hace Chris Kraus en la novela I love Dick (indistintamente “Amo al pene”o “Amo a Dick”), que escribió para sacar fuera los demonios de su enamoramiento feroz de Dick Hebdige, un gurú de la contracultura (por cierto, hay serie, y el implacable machote-Dick es Kevin Bacon).

Esta introducción de sujetos y partes nos da lugar a hablar del falo con voluntad propia, despegado de su dueño, pero por expresa decisión de este, y de nadie más.

Quizá tenga que ver con la costumbre de convertir en objeto casi todo lo que los circunda, quizá por su fantasía de ser todo ellos un objeto de deseo –como decía mi compañero Lionel S. Delgado en su columna anterior–, los hombres tratan a su pene como sujeto de derecho. Y hablan de él, más bien de “ella” (porque les gusta la tercera persona, y en femenino), como si fuera un sujeto con motivaciones singulares.

¿Se acuerdan de Maradona hablando de cómo “jugó el diego”? Así, hombres sin distinción de edad suelen dejarnos desconcertadas al explicarnos que “ella” se puso de tal o cual humor, que se alegró de vernos o se desanimó (probablemente por culpa nuestra, algo que hicimos no fue de su gusto), o tiene tal o cual necesidad imperiosa, cuando no la ofrecen como tótem ceremonial.

En tercera persona, como Diego Maradona, está contenta, está lista o se le corta el rollo. Pero, ¿qué dices?

Digo que se trata de un ser con existencia individual con el que a menudo nos relacionamos, sin entender de qué va ese vínculo. Lo único que nos han dejado claro es que, a veces, es ingobernable (humor aparte, esto rige para casos con y sin gravedad).

Cada vez que –en el fragor del encuentro– alguien menciona un “ella” nos quedamos perplejas, o al menos yo, que no termino de habituarme a tal consideración. Porque nosotras (no ella) hemos vivido toda nuestra vida con todas las partes corporales integradas a nuestra persona, y lidiamos con nuestras carnes con más o menos comodidad, sintiéndolas partes propias, y jamás sujetos de derecho con intenciones diferenciadas de la nuestra. Nuestro cuerpo tiene funciones que van todas en la misma dirección. De hecho, para designarnos, suele contagiarnos el desconocimiento reinante y, a veces, le llamamos vagina a la vulva, o dejamos que los demás nombren nuestros genitales con palabras intercambiables. Su pene, ese sí tiene nombre propio, y nadie le llamaría testículo.

La anatomía masculina y sus requisitos

Hubo una polémica, días atrás, a propósito del espacio dedicado a la ciencia del programa A vivir que son dos días de la Cadena SER, en el que se discutía sobre si la monogamia era o no un rasgo de adaptación evolutiva humana. Eran cuatro hombres (y ninguna mujer) hablando de características biológicas o culturales de la atracción o el apego, y uno de ellos dijo, muy suelto de cuerpo, y entre risitas, que no hay lugar a dudas de que a los hombres de todas las edades les gustan las hembras jóvenes, porque es biológico, y que eso explica que los matrimonios maduros se separen porque el hombre es fértil durante más tiempo que la mujer y tiene que seguir esparciendo su material genético.

A juzgar por las reacciones en Twitter, fuimos varias las mujeres que nos estremecimos con semejante afirmación y tuvimos ganas de replicar, cuanto menos (y un poco en plan broma-vengativa), que las mujeres no tenemos problema mecánico alguno para el coito a ninguna edad, por lo que –de seguir ese razonamiento– necesitaríamos siempre partenaires jóvenes, que conserven el vigor, tengamos nosotras la edad que tengamos, para no frustrarnos sexualmente. Pero no, nadie le dijo eso al señor de las certezas biológicas, por elegancia, o simplemente porque no había allí ninguna mujer de la edad del señor. Nobleza obliga: el conductor, que suele ser un hombre sensato, expresó un tímido desacuerdo.

El caso es que en esa charla puramente masculina, todo iba de la dicotomía entre cuerpo-animal evolutivo o animal-domesticado por la cultura; a nadie se le ocurrió nombrar la dimensión psicológica individual de cada ser humano; es decir, mencionar que este cuerpo contiene a una persona que actúa también en función de su psique, de su morbo, sus fijaciones infantiles, sus pulsiones, frustraciones, sus alegrías y sus traumas. El deseo no se dirime únicamente en el causa-efecto de cuerpo animal o de cuerpo sujeto con el bozal de las reglas sociales. Y, si no, ¿por qué arrasan las búsquedas de las categorías MILF (madre a la que me gustaría follar), step-mom (madrastra), mom (madre) e incluso grannies (abuelitas) en el porno? Por no preguntar ¿por qué hay hombres que gustan de otros hombres y mujeres que gustan de otras mujeres?

Traigo a colación este absurdo biologicista porque llama la atención que entre cuatro hombres inteligentes a ninguno se le ocurra que, en materia de sexualidad, haya algo más allá de las partes del cuerpo (incluido el cerebro y sus descargas hormonales) en contraposición a la cultura. No se consideran los actos de la persona dotada de psique, sino exclusivamente su cuerpo gobernado por la química o la represión social.

¿Habrá también una razón de “adaptación evolutiva” por la que los hombres les ponen nombres propios a sus falos, y aluden a ellos en femenino? Más allá de esta formulación irónica, no me cabe duda de que hombres y mujeres tenemos diferente relación con nuestros cuerpos y que quizá de tal consideración emerjan muchos de los desajustes afectivos que padecemos. Si alguien siente que un pedazo de cuerpo le queda fuera de sus dominios subjetivos, se involucrará de otra manera con lo que roce ese pedazo de cuerpo. Sin embargo, creo que este sentimiento, por llamarlo de algún modo, es un artificio cultural. A los hombres se les festeja que hablen de su pito con hidalguía, como poseedores de un trofeo al que siempre se puede evocar, literalmente o con un doble sentido, casi en cualquier situación; y probablemente ni ellos sepan ya qué hacer (o cómo identificar) lo que verdaderamente sienten y que suele expresarse en esas carnes.

Lo que resulta cómodo a este ordenamiento, según pasan los siglos, es que todos –al menos todos los hombres– participen de la convención de que sexo no es amor, que el coito es necesario para desahogarse pero no hay que enamorarse, que la atracción erótica es random y, en esa línea, que el pene tiene sus necesidades diferentes a las del espíritu. Los mismísimos teólogos del cristianismo han otorgado a los hombres la gracia del alivio corporal con mujeres con las que de ningún modo podían tener expectativas o afinidades espirituales: no era lo mismo consolar el cuerpo que consolar el alma. Y la esposa, además de ser alguien –hasta hace pocas décadas– elegido por conveniencia social, tenía como única función la de obrar como santa madre de unos hijos que también tenían una función social.

Le digo a Lionel que creo que el varón, enseñado a no debilitarse interiormente por sus emociones y, con miedo a sentir, pone su pene como escudo. Él dice que el miedo es a fallar, pero que ya les hablará de esto en 15 días aquí, en El Asombrario. Coincidimos en que el escudo cárnico del hombre es pura pasión exterior –al modo de una válvula de escape–que evita cualquier descontrol sentimental.

Nosotras, en cambio, no hemos sido forzadas a negar emociones ni a desacoplar las sensaciones del cuerpo de las de nuestro espíritu. Entonces, si alguien nos atrae eróticamente, solemos ir sin escudo, sin miedo a que nos movilice reflexiones y sentimientos. Eso sí: con “ella” no negociamos; hablaremos con su portavoz.

Deja tu comentario

¿Qué hacemos con tus datos?

En elasombrario.com le pedimos su nombre y correo electrónico (no publicamos el correo electrónico) para identificarlo entre el resto de las personas que comentan en el blog.

No hay comentarios

Te pedimos tu nombre y email para poder enviarte nuestro newsletter o boletín de noticias y novedades de manera personalizada.

Solo usamos tu email para enviarte el newsletter y lo hacemos mediante MailChimp.