‘El vecino DJ durante el confinamiento’

‘Muchachas en la ventana’. Raimundo de Madrazo. Metropolitan Museum of Art. New York.

Durante el confinamiento, en el Taller de Escritura Creativa de Clara Obligado escribieron su ‘Decamerón’ particular. Como en el clásico, eligieron temas como el cuerpo, la naturaleza, la sociedad, el silencio, la extrañeza, el amor, el tiempo, la muerte, el encierro, el miedo o la esperanza. Este mes, en ‘El Asombrario’ os estamos ofreciendo una selección en la serie ‘Relatos de un Extraño Verano’.

POR LOURDES CARCEDO 

El patio era grande, blanco y soleado. A él daban varios edificios de alturas homogéneas de cuatro a seis pisos. Al principio, de forma tímida, empezaron a salir unos cuantos vecinos a aplaudir al personal sanitario que luchaba desesperado para salvar vidas. Un homenaje para los que trabajaban en primera línea de los hospitales. Poco a poco, se fue uniendo más gente al ritual del aplauso y la música.

Un hombre del vecindario se erigió en el DJ del patio, vivía en el segundo piso del edificio de enfrente. Sacaba un pequeño altavoz muy potente a la ventana e invariablemente todas las tardes, a las ocho en punto, nos ponía música. Lo primero, el himno de España y luego cada día la música que le parecía bien. Nos enganchó a todos con la canción Resistiré, que se convirtió en el himno de la pandemia. Por unos minutos podía sentir alivio, esperanza, fuerzas para seguir adelante. Una tarde la dejó de pinchar. Imaginé que no le gustaba demasiado. La gente del patio se la pedía a voces cada tarde, pero él no hacía caso. Otro grupo le gritaba que no quería el himno de España, aun así, él lo seguía haciendo sonar. Todo esto me empezó a molestar mucho de aquel tipo, hasta le cogí manía.

En la mañana del día 62 de confinamiento, cuando sacudía un trapo con migas por la ventana de la cocina, lo vi fumando. Me saludó y le contesté. Tenía unos 40 años, sería más o menos de mi edad. Era ingeniero químico y estaba teletrabajando. Le conté que yo trabajaba en una empresa de distribución de cosmética, que viajaba mucho y que este encierro me iba a volver loca. Necesitaba salir, no aguantaba más. Él parecía llevar mejor el encierro que yo. También estaba solo. No era muy hablador. Enseguida se metió en su casa.

Esa tarde a las ocho se repitió ya muy mermado el ritual del aplauso y la música. El ánimo decaía ante los oídos sordos del DJ a las peticiones vecinales, casi todos se habían cansado. Los pocos que salieron ese día se metieron rápido a sus casas. Las noticias diarias con los datos de los fallecidos seguían siendo demasiado trágicas. Se escuchó el Ave María de Schubert. Mientras la voz de la soprano invadía el patio, yo pensaba que aquella melodía, aun siendo una belleza, no era lo que se necesitaba en ese momento. Las lágrimas se me desbocaban. Era necesaria una música alegre que ayudase a levantar el ánimo. Cuando acabaron los últimos acordes, me quedé observando cómo el vecino guardaba el altavoz en su funda de tela verde antes de meterse en casa y cerrar su ventana. Él se dio cuenta. De forma brusca me dijo si quería pasar a su casa. Me puse roja, lo noté de inmediato. Me dio miedo y se lo dije. Él se rio a carcajadas.

–¡Vamos, no me seas remilgada! –dijo–. No seas tonta, llevamos aquí encerrados demasiados días.

Sin pensarlo, asentí con la cabeza. Bajé a la calle, di la media vuelta a la manzana y me planté delante del portal del vecino. No sabía cómo se llamaba. Me temblaban las manos. Me sentía una delincuente violando la ley, una insolidaria, una loca. Toqué con la punta de la llave de mi casa los botones correspondientes a las letras A y B del segundo piso. Al instante, una voz me dijo:

–Sube, es el segundo B, de Barcelona.

Empujé la puerta con el codo, subí por las escaleras, sin rozar la barandilla ni las paredes. Me abrió la puerta antes de llegar a su rellano. Entré. Nos miramos a los ojos sin decir palabra. Nos besamos. De forma urgente, nuestras ropas volaron por los aires, nuestros cuerpos enlazados rodaron sobre la alfombra, nos dimos golpes con las patas de los muebles. Sentía pánico y a la vez un deseo desconocido por aquel extraño que podría estar contagiado. Yo también podría estarlo.

Cuando nuestras respiraciones fueron volviendo a la normalidad, tumbados en el suelo, nos miramos de reojo. En silencio, me levanté, cogí mi ropa, me vestí. Él no dijo nada. El golpe de la puerta tras de mí sonó triste. Volví a casa.

La tarde siguiente a las ocho, el vecino DJ no apareció en su ventana del patio.

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