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Escribir, ese oficio rotundamente solitario, bendición y condena

Por Javier Morales, el 17 de junio de 2016, en entrevistas

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El escritor German Barrera.

El escritor Germán Barrera.

Periodista de formación, el joven escritor colombiano Germán Barrera Toro es el alumno elegido por el profesor del mes de la Escuela de Escritores, Alfonso Fernández Burgos, para la autoentrevista. Barrera, que acaba de publicar su primera novela, ‘Tiempo blanco’, se pregunta y contesta en este ejercicio de desdoblamento para hablarnos de su paso por la Escuela y de su proceso creativo. Os recordamos que hoy finaliza el plazo para presentarse a nuestro Concurso Escuela de Escritores/El Asombrario de junio.

¿Por qué decidiste realizar el Máster de Narrativa en la Escuela de Escritores?

Porque tenía hambre. Hambre literaria y hambre de vida. Es más, si soy absolutamente sincero, porque tenía hambre de gloria; de cambiar las cosas, el mundo, y que por fin desapareciera esa extraña sensación (tan común en los niños y que —al menos yo— sigo sintiendo) de que al otro lado, pese a todo, a las experiencias, a los viajes, aún me queda algo por descubrir; algo que todo el mundo pareciera saber y que, en un complot siniestro, se niegan a transmitirme. Y como desde siempre he tenido la intuición de que en la literatura pudiera estar la respuesta a ese vacío, muchos días en mi vida me la he pasado buscando maestros literarios que me ayuden a encontrar mis propias palabras, a encontrar esa verdad que se oculta al otro lado.

La cuestión es que los maestros no se encuentran tan fácilmente como nos hacen creer en las películas y, menos aún, cuando tu mundo literario se reduce a un puñado de amigos que, al igual que tú, están llenos de incertidumbres. Ahí fue cuando, en una de esas búsquedas, encontré la oferta de la Escuela de Escritores que me pareció una tabla de salvación en medio del naufragio.

¿Qué fue lo que te pareció así?

La verdad, la oportunidad de vivir dos años —literalmente (vivir)— el oficio de escribir. Eso me pareció impagable; compartir con compañeros de todas las latitudes de la lengua ese sueño tan intenso de escribir, día a día, semana tras semana (por dos años), me parecía un lujo. Además la idea de ser guiados por escritores de verdad (de los que escriben, no de los que dicen que escriben); la idea de recorrer las calles de Madrid sin un euro en el bolsillo pero con una novela entre las manos, me parecía estimulante. En fin… El anhelo de por fin saciar el hambre que me atormentaba.

¿Y saciaste el hambre? ¿Hay vida después del Máster?

No, no la hay. O, al menos, no al principio. Al principio —y hablo por mí (pase lo que pase siempre hablaré por mí)—, seguía con hambre. De hecho, al terminar el Máster, mi hambre se hizo atroz. Con el diploma en la mano, si he de seguir en este ejercicio de honestidad, yo esperaba que pasara algo extraordinario; qué sé yo, la gloria que tanto ansiaba, la vida, otros cielos… viajes literarios, pero no, no pasó absolutamente nada. Terminé el Máster con una novela calificada con un asombroso diez y con la más minuciosa (y generosa) retroalimentación por parte de Alfonso Fernández Burgos (uno de los profesores más lúcidos y acertados que jamás vaya a encontrar), agotado, esperándolo todo de ese texto al que le invertí casi 16 horas diarias durante más de un año, pero no pasó nada. No inmediatamente después, pero como la juventud (aún lo soy) es ansiosa y se cree con la potestad de exigirle a la vida, me sentía defraudado. Entonces, y con el paso de los meses, comenzaron a pasar cosas.

¿Qué comenzó a pasar?

Con el tiempo, la decepción se convirtió en calma y se transformó en un llamado hacia la reflexión para descubrir qué le hacía falta al texto, a mí y a mi vida para que aconteciera todo lo que esperaba. Así que, ya en Colombia, volví a repasar cada uno de los cuadernos, textos y fotocopias, y hasta las novelas que leí en el Máster, y me volví a perder en El desierto de los tártaros y todo comenzó a tener sentido; empecé a vivir un tiempo de cosecha (ese fue el título original de la novela que escribí en el Máster) recopilando y decantando cada uno de los aprendizajes que aún no tenía idea de que había sembrado en esos dos años tan violentos y que quisiera atesorar y recordar para siempre. Si he de seguir apelando a la verdad, esos aprendizajes me apaciguaron la vida.

¿Qué aprendizajes fueron esos?

Primero (y ya que se me atraviesa), Buzzati y sus tártaros, que fue una obra que descubrí también con Alfonso Fernández Burgos y luego con Eloy Tizón (vaya equipo de profesores) que me parece una revelación. Es tan íntima —si se sabe leer—, tan poderosa, que te descubre como sin querer —para mí, siempre para mí—, ese otro lado de la vida que, parece, nos estamos perdiendo.

Luego, el aprendizaje que me salvó de toda esa ansiedad que me carcomía y que en el Máster lo aprendí, pero que solo en ese tiempo logré comprender y es que, si uno quiere ser escritor, lo que importa es escribir y no publicar. Y eso que se dice tan rápido, no tienes ni idea de en lo que se convierte cuando de verdad se aprehende.

¿Por qué lo dices?

Porque escribir —y con esto pasa igual: todo el mundo lo dice pero muy pocos lo entienden— es un oficio rotundamente solitario y aceptar eso —que también se dice rápido— es casi inhumano. Sobre todo, porque al ser un oficio, es áspero y trabajoso —como roca para el artesano— que hay que dominar y pulir todos los días sin que a nadie —al comienzo— de verdad le importe. Y creo que en últimas ese es el gran aprendizaje que me queda del Máster:

Aprender a vivir con ese monstruo que es bendición y condena —me acuerdo ahora de Capote— que es la escritura.

Y entonces, ¿qué pasó con tu novela?

Pues, en ese tiempo de regreso en Colombia, me di la licencia de revisarla 300 veces (haciéndole mal la cuenta), la depuraba y la depuraba, hasta que, poco a poco, fue haciéndose más diáfana (la propuesta era muy atrevida —un tipo llega a la casa y se da cuenta de que el tiempo se ha detenido y que él es el único que se puede mover— entonces era muy difícil de narrar en el tono y en las condiciones que yo quería), pero, con cada uno de los ajustes, comenzaron a pasar cosas y el año pasado Tiempo blanco estuvo de finalista en varios certámenes nacionales y ya me siento absolutamente en paz con el texto, tanto así que ya ni siquiera lo siento mío y me dediqué a seguir escribiendo que es, en realidad, lo que debe hacer un escritor: Escribir.

¿Y qué más has escrito?

Bueno, después de todas esas experiencias del Máster y de terminar Tiempo Blanco, escribí una novela corta que espero corregir y depurar con la misma tenacidad que lo hice con la novela del Máster para comenzar con otra que ya tengo esbozada y que me tiene embelesado. En otro momento y lugar, con gusto, les cuento de ellas.

Pero al menos, cuéntanos algo acerca de tus procesos creativos

A ver, para mí (siempre para mí), no creo que exista un proceso creativo cerrado e invariable. Yo creo que esos que dicen «yo solo escribo en determinados momentos, ambientes y demás… porque bla, bla, bla, bla», o están posando (que es válido, ¿quién en este tiempo —y en los otros también— no posa para una foto que se va a propagar por el whatsapp?) o, peor aún, no han descubierto la necesidad que demanda la escritura. Cuando uno está en modo creación, incluso cuando estás en la junta trimestral de la compañía para la que trabajas, estás pensando en tu escritura. Eso puede sonar muy mal para tu jefe (y no se lo confieses nunca —»¿jefe, cómo crees?»—), pero creo que esa es la actitud que tienen o, a mi juicio —insisto—, deberían tener los que escriben.

En mi caso, yo procuro encontrar primero el qué quiero decir (lo que de verdad me mueve en ese instante) y, luego, me paso muchas juntas directivas pensando en el pretexto narrativo que me sirva de marco para desarrollar la historia. Y cuando lo encuentro, me lleno de éxtasis. Y de paz, porque ahí sí que me puedo pasar el resto del día en la oficina pensando y tomando notas —a escondidas—, buscando en donde me puedo explayar y contener de cara a la historia. Pues eso es, en definitiva, lo que de verdad me gusta de la escritura:

Atrincherarme en las palabras, una y otra vez, hasta quedar contra las cuerdas en las situaciones narrativas que voy descubriendo para, luego, intentar encontrar una salida a esa situación.

Pero, como ya lo dije, en muchos casos, acontece al revés y aparece primero el pretexto y quedo acorralado sin saber qué era lo que iba decir. O, al contrario, quedo aprisionado sin saber qué decir y, más grave aún, sin pretexto narrativo en medio del round, pero con una posible salida de esa situación inconexa que me emboscó y, entonces, es cuando se viene el oficio y la escritura y hay que escribir, siendo lo más honesto contigo posible, pero, sobre todo, poniéndote a los pies —cual esclavo (mudo)— al servicio de tu historia. El resto —espero—, acontece por añadidura.

Germán, ahorita mencionaste a tus compañeros, ¿qué pasó con ellos?

Bueno, mis compañeros hace rato que dejaron de ser mis compañeros y se convirtieron en mis compañeros de vida. La verdad, para ellos, para Lucia Hernández-Canut, Marco Algorta, Susana Marrero… Adolfo Gilaberte, Arantxa Rochet… todos, les adeudo el más largo abrazo de mis días; ellos, y lo digo con toda sinceridad, me enseñaron infinitamente más que todo el claustro de profesores junto. Y no lo digo porque los profesores no fueran fantásticos, todo lo contrario, sino porque ellos —mis compañeros—, con su inmenso talento, su invaluable generosidad que se escondía en las cervezas que nos tomábamos después de clase o en los comentarios más genuinos de cada uno de nuestros textos, fueron mis más grandes maestros. Para ellos, y lo declaro desde ya, será mi literatura.

Al final, hasta el hambre se te fue apaciguando.

Sí, o, bueno, al menos, eso intento. Después de todo, concluí que la vida, al igual que la escritura, no es una prueba de velocidad, sino de fondo. Y habrá que llegar al final completos (y satisfechos) con cada uno de los pasos.

¿Y qué le dirías ahora a alguien que está pensando en realizar el Máster?

Le diría que, si yo pudiera, lo volvería a hacer. Una y mil veces, lo volvería a hacer. Puede que sea una experiencia demasiado intensa, puede que no te guste el frío madrileño, puede que no tengas dinero para hacerlo y que, además de eso, la presión de la escritura sea devastadora en esos dos años (en todos los sentidos; emocionales, morales, psicológicos…), pero, si de veras quieren ser escritores y no perder años aprendiendo a golpes lo que pueden digerir con verdaderos orfebres de la escritura como Alfonso, Luis Luna (que es tan claro como su apellido), Ángel Zapata (que es Ángel y Demonio) o Isabel Cobo (que es exquisita y que, entre otras cosas, tiene una novela —Las utilidades de las casas— con la más visible y bella estructura que haya leído…), deben hacerlo. Una y mil veces: Háganlo. Yo, si pudiera, lo repetiría.

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Comentarios

Hay un comentario

  • 23.10.2016
    Wilinton Buriticá dice:

    Sueño cumplido… Germán…

    Soñar y hacer realidad los sueños, son dos cosas que jamás te han quedado grandes….

    Sólo me queda por decirte ….. gracias por tener la berraquera de vivir, soñar y seguir viviendo.

    Wily

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