«La lentitud, o incluso la pereza, me hace sentir un revolucionario”

El escritor Rafael Espejo. Foto: Cristina Sánchez.

El escritor Rafael Espejo. Foto: Cristina Sánchez.

El escritor Rafael Espejo. Foto: Cristina Sánchez.

El escritor Rafael Espejo. Foto: Cristina Sánchez.

Para Rafael Espejo (Palma del Río, Córdoba, 1975) nacemos envenenados de neocapitalismo. A sus 43 años vive prácticamente con lo puesto. Espejo ha publicado algo más de tres libros en 20 años. Ahora ha vuelto con una antología de sus versos: ‘Madriguera’ (Editorial Pre-textos). Para este poeta, Premio García Lorca en 1995 y Premio Emilio Prados en 2009, la poesía es refugio para “intimar con el mundo”. En medio de este mundo mercantilizado y deshumanizado, su máxima aspiración es convivir en paz consigo mismo y con los suyos. “Nunca he conseguido ahorrar un poco para mañana. Ingreso poco y soy además un gran despilfarrador”, asegura este singular poeta, que ama la vida lenta, esa que no tiene precio, que no está en venta y que, a su juicio, inquieta al sistema. “La imagen de alguien recostado en el sofá con la tele apagada, sin producir ni consumir, suele poner nerviosa a la gente”. 

Como dice en uno de sus poemas, Rafael Espejo es de los que tranquilamente se saca una silla al balcón y se sienta a vivir, a mirar cómo le roban el pan las hormigas o a pensar, recordar o imaginar, maneras todas ellas eficaces para dilatar el tiempo. “Soy, dicho grandilocuentemente, un exiliado temporal”, sentencia.

Lo más importante es estar vivo. Pero eso ya nos parece, incluso, insuficiente. Hemos hecho del mundo un lugar complejo, violento, alejado de la sencillez, donde nos hemos despreocupado por lo cercano, por el otro, por el aroma de los pequeños instantes. Hoy conducimos por el carril contrario. En tus versos leemos: “¿Sabes qué significan las líneas de tus manos? / Que estás viva”. ¿Se nos ha olvidado que seguimos vivos?

Me temo que a menudo se olvida, sí. Pero es inevitable. Probablemente porque ya nacemos envenenados de neocapitalismo, ese inhibidor del individuo. Se viva a cuerpo de rey o contando céntimos a final de mes, empleamos nuestras energías en tener más, legitimando así el sistema, manteniendo vigente la fábula del asno y la zanahoria. Y eso sin contar con el último señuelo: las telecomunicaciones. Un nuevo orden escapista que ha instaurado el ocio compulsivo en nuestras vidas y la urgencia en nuestras casas. En mayor o menor medida, todos somos víctimas de una adicción sistemáticamente programada (y obsolescente, por cierto), maniobras de escapismos sustentadas en el vacío personal.

Televisión a la carta, juegos en línea, móviles de última generación… O las redes sociales, que nos permiten jugar a la ubicuidad cuando, paradójicamente, ni siquiera estamos donde estamos. En fin, que entre hipotecas varias y entretenimientos se nos olvida que estamos vivos. Se nos olvida que todo cuanto creemos poseer nos ha sido dado en préstamo. Que cuando esto acabe, habrá que devolver el traje y los recuerdos. Que ese día llegará, y que el día después seremos lo mismo que éramos el día anterior a que hubiésemos aparecido. Recapacitar sobre todo esto…, qué fastidio, ¿no? Yo por mi parte siempre llevo en mente, como quien sale a pasear con auriculares, un mantra de Carmen Martín Gaite: Lo raro es vivir.

¿La poesía y su belleza enseñan a vivir?

Nada tiene que enseñarnos a vivir, ya somos animales, estamos equipados precisamente para eso. En todo caso, a mí escribir poesía me ayuda a comprender lo vivido, y hasta lo no vivido. En esto no se diferencia demasiado de los escapismos a los que me he referido antes, porque quien escribe (y quien lee) se evade, si bien este tipo de evasiones no conecta a realidades virtuales, sino que permite mirar la realidad real desde la perspectiva del extrañamiento. Y la sensación es inmensurable. “Uno tiene que saber dónde vive”, dice Aspenström. Pues quizá se trate de eso, y más que enseñar a vivir, la poesía ofrece un refugio para intimar con el mundo.

Aseguras que la lentitud y la incertidumbre son tus señas de identidad. De hecho sólo has escrito algo más de tres libros en 20 años. “Ya no soy joven. No tengo prisa”, afirmas. ¿Puede ser la lentitud una de las formas de rebelarse ante el empobrecimiento que trae la velocidad neocapitalista, la fragmentación digital, el totalitarismo impío de los mercados y el descabalgamiento de la lógica existencial?

Tal vez porque a la lentitud no se le ha puesto precio, la imagen de alguien recostado en un sofá con la tele apagada, sin producir ni consumir, suele poner nerviosa a la gente. Y dado que soy yo ese que está ahí echado sin hacer aparentemente nada, aprovecho la ocasión para no disculparme. Al contrario: la lentitud, o incluso la pereza, me hace sentir un revolucionario. No es que esté desarrollando oportunistamente tu pregunta, es que llevo un tiempo entendiéndolo así. En cualquier caso, no me esfuerzo en ser lento. Ya lo era de niño. Matizo pues: un revolucionario fortuito. Pero el fin justifica los medios.

“He sacado una silla al balcón / y me he sentado a vivir”; “sentado en una silla con balcón / siempre es domingo”; “he bostezado a veces / como una flor de tiesto”; “me detendré a escuchar / cómo ululan los vientos / sin madre de la noche”, escribes en distintos poemas. ¿Está la esencia humana, la verdadera felicidad cambiante, en la pequeñez de los gestos más desapercibidos?

Y no. Yo, cuando escribo, me busco en esos gestos pequeños que me atan al día, pero también en las proyecciones mentales que me lanzan lejos de aquí. Lo uno más lo otro suman una biografía. Porque el ser humano está dotado para interrelacionar con lo pequeño e inminente, pero también para abordar abstracciones intangibles, para ir más allá de sí mismo. Quizá, de pura cotidianeidad, estos no se valoren en su justa medida, como no solemos celebrar el hecho de tener cinco dedos en cada mano.

En todo caso, volviendo a la pregunta, yo no aspiro a la verdadera felicidad cambiante (quizá porque no sé qué es), sino a una convivencia pacífica conmigo mismo y con los míos. Para alcanzar esta versión humilde del tao, ser consciente resulta fundamental. Wislawa Szymborska, poeta clarividente, lo formula mejor: “Pude haber sido yo misma, pero sin que me sorprendiera, / lo que habría significado / ser alguien completamente diferente”.

“Sobre una mesa de madera pobre / y un cuenco de terrazo, / unos trozos de pan y tres naranjas / acompañan al vaso ensombrecido / de vino rojo”, señalas en ‘Bodegón’, un poema de tu libro ‘El vino de los amantes’ (2001). “Pobre es el que precisa mucho”, decía Séneca…

Yo vivo prácticamente con lo puesto, en 43 años nunca he conseguido ahorrar un poco para mañana. Ingreso poco y soy, además, un gran despilfarrador. No sé en qué lugar me deja eso. Pero estoy con Séneca, claro, aunque con permiso matizaría: Pobre es el que precisa lo que no tiene.

Para acallar a todos los Séneca, el espíritu cínico y consumista de las sociedades modernas ha inventado la publicidad, que ya no sólo vende sino que seduce. Una herramienta hoy por hoy tan sofisticada que ha conseguido disimular su fin último hasta elevarse, para algunos, a la categoría de arte. Otra vez el asno y la zanahoria. Me apetece de nuevo matizar, esta vez la moraleja de esa fábula. La prefiero así: Cuando tengo, tengo; y cuando no, pan, naranjas y un poco de vino a ser posible. 

“Apaguemos la vela y en silencio / hagamos el amor palpando sombras. / Que crujan de placer nuestros desnudos”, leemos en tu antología poética ‘Madriguera’. ¿El verdadero poder es el amor?

El amor tiene el poder de convertirnos en algo así como ángeles sexuados, con perdón, pero también puede degradarnos a peleles trágicos, marionetas desinfladas en el suelo. O sea que cuidado. Nosotros no decidimos cómo, cuándo o de quién enamorarnos. Sólo somos buenos conductores de ese poder. De todos modos, cuando yo hablo de amor en un poema eludo hablar de amor. Las anécdotas, más o menos eróticas, me sirven de contexto para sumergir en segundo plano otro tipo de reflexiones existencialistas. En otras palabras: no sabría emplear un poema íntegramente al amor. Nunca he escrito ‘te quiero’ en un poema, creo, como tampoco se lo digo a mi novia. Porque ¿qué significa te quiero? Es una generalidad sin gracia, sin posibilidades estéticas.

Y a mí me pierden los matices, las imperfecciones, lo que convierte en personal y transferible un sentimiento tan absoluto que no hay definición que lo soporte así, en abstracto. Si al despertar beso a mi amiga aunque su aliento matutino huela literalmente a rayos, eso es amor. Si soplo sobre un pezón para que brote, eso es amor. Si separo “los bordes de su vulva / vaporosamente” para que el niño interior se divierta pensando en amapolas, eso es amor. Así lo siento. Se me podría acusar, qué sé yo, de cochino, pero no de milonguero.

“Todo lo que es profundo ama la máscara”, sostiene Nietzsche. Sin embargo hoy no dejamos espacio al juego de la imaginación, a la belleza del velo y el encubrimiento biográfico, y exponemos todos nuestros pasos diarios en la almoneda de las redes sociales. Un alocado sistema de vigilancia mutua, de sobrealimentado vouyerismo, que facilita el control individual, el amarre en corto del poder…

Y lo peor es que, en el fondo, lo sabemos. Es una de esas ideas ambiente a la que, sin embargo, dejamos pasar de largo. Porque molesta como una mosca. Pero lo sabemos. Incluso desde la ficción, partiendo del ya clásico 1984 hasta la reciente Black mirror, nos venimos advirtiendo del peligro inminente de una civilización que se deshumaniza a pasos agigantados.

Yo me abstengo en la medida de lo posible de estos nuevos usos sociales. No sólo por pudor y desconfianza, sino sobre todo porque creo que las telecomunicaciones están modificando nuestra propia sentimentalidad. Por ejemplo: ¿te acuerdas de aquel amigo de la infancia? Ahí está Facebook para que lo localices en tres clics, quedes con él y, probablemente, te lleves el gran fiasco. El recuerdo cariñoso de alguien que fue y forma parte de tu mitología personal, fulminado por la necesidad de estar al día…

Empiezo a echar de menos echar de menos. Y hace tiempo que pienso que ya vivo en el futuro. El mero hecho de pensar esto, aunque a veces incurra en telecomunicarme, implica que esta ya no es mi época. Soy, dicho grandilocuentemente, un exiliado temporal. Ni intentándolo sabría vivir como propone la era digital. 

¿Cómo vive un poeta como tú, cercano a la naturaleza y a su silencio, que disfruta con la quietud de la noche y su cancionero de momentos estelares, los desórdenes ecológicos que estamos sufriendo?

Cómo no, me indigna. Y me duele presentir que esto sólo puede ir a peor. En los paseos por el campo, por mucho que me adentre, encuentro siempre botellas, latas, bolsas, colillas, condones usados… Me avergüenza ser parte de esto. El ser humano es una criatura extraordinaria, pero también vil y autodestructiva y cegada de autocomplacencia.

No entiendo por qué, pero el poder suele caer en manos de usureros antropocéntricos, por no decir egocéntricos. Las políticas de derecha (que es la hija predilecta del capitalismo) sólo atienden a necesidades mercantiles. Todo recurso natural es susceptible de ser tasado si reporta beneficios económicos. Ya en 1855, el jefe indio Seattle de la tribu Suwamish avisó de esto al presidente de los EE UU cuando le presentó una oferta para comprarle las tierras donde vivían: “Todo lo que afecta a la tierra afecta a los hijos de la tierra. Cuando los hombres escupen a la tierra se escupen a sí mismos. Esto lo sabemos: la tierra no pertenece al hombre, sino que el hombre pertenece a la tierra. El hombre no ha tejido la red de la vida: es sólo una hebra de ella”.

Por suerte para el planeta, ni somos tan fuertes ni tan inteligentes. Cuando crucemos la línea roja de explotación y devastación (una línea roja que ya estamos pisando), el planeta nos pondrá en nuestro lugar, que no es desde luego el que ocupamos ahora, viviendo por encima de nuestras posibilidades como especie. Y, en fin, cuando eso ocurra, le irá mejor a la Tierra. Me vienen ahora a la cabeza unos inquietantes versos de Robert Hass: “No hay silencio en el mundo / parecido al silencio de la roca antes de que existiera vida”.

En 2050, dos terceras partes del mundo vivirán en entornos urbanos. ¿Qué consecuencias tendrá esta separación total entre el ser humano y la naturaleza?

Eso nunca ocurrirá, porque nosotros, como acaba de explicar el jefe indio, somos parte de la naturaleza, no nos podemos desvincular de ella, así nos escondamos en metros o rascacielos. Por eso cuando alguien dice, digamos en el perfil de una red social, que le gustan la naturaleza y los animales, está dando fe de hasta qué punto de perdición nos ha arrastrado la soberbia.

Para evitar despropósitos como este, para vivir en armonía con nuestro medio, deberíamos reeducarnos, redefinirnos, aprender de nosotros mismos mirándonos en el espejo de un pasado no necesariamente remoto, pero sí sostenible. ¿Porque cuántos hoy dirían no al aire acondicionado? ¿Cuántos preferirían ir andando a hacer la compra? ¿Relacionarse o divertirse sin pantallas? Me temo que ya es tarde. Hace tiempo que no somos “aborígenes civilizados”, como quería Walt Whitman. La irresistible burbuja del Estado de bienestar no está convirtiendo en animales muy extraños. Pero animales. 

Una de tus obsesiones como escritor es la fugacidad. ¿Cómo nos autoengañamos, cómo podemos alargar una hora, un día, el tiempo?

Cuando uno piensa, recuerda o imagina, se ausenta del tiempo cronológico. Ahora mismo, por ejemplo, mientras respondo a esta entrevista. No sabría decir cuánto llevo aquí sentado. También me resulta intrigante la flexibilidad del tiempo. Recuerdo cómo siendo niño los veranos duraban una eternidad, y ahora se me van en un suspiro. O miro las hormigas que me birlan el pan en casa e imagino cómo de largo se les debe de hacer un día, tan pequeñas como son. Pensar, recordar, imaginar: buenos trucos para dilatar el tiempo. Por lo demás, en mi caso, como no voy a trabajar, mis días están desestructurados. Procuro imponerme un horario, pero soy poco constante y lo cambio tan a menudo que ya, como dijo aquel anónimo, “ni sé cuándo es de día, ni cuándo las noches son”.

Y pese a todo, ¿qué celebras cada día, a qué le das las gracias?

Siempre que me acuerdo, agradezco la oportunidad de estar aquí, aunque no entienda nada. Se trata, por tanto, de un agradecimiento a ciegas. Ser parte del misterio es un privilegio seguramente inmerecido. Pero ser, además, parte consciente lo vuelve aun más enigmático. Así lo plantea Carl Sagan en esta microtesis doctoral de metafísica: “Somos la manera que ha encontrado el cosmos para admirarse a sí mismo”.

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Comentarios

  • Amanda

    Por Amanda, el 18 febrero 2019

    Gracias por la entrevista , me ha gustado mucho. No conocia a Rafael Espejo, buscare sus libros.

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