Los ‘selfies’ y mi estrés postvacacional

Ilustración de Concha Pasamar.

Ilustración de Concha Pasamar.

Ilustración de Concha Pasamar.

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¡Ay, Dios mío! Me parece que solo han pasado un par de días desde que os conté que me iba de vacaciones y ya estoy aquí de nuevo completamente devastada por estrés postvacacional. Intento consolarme pensando que, según he escuchado estos días en la radio, el dichoso síndrome está de lo más extendido y parece ser que lo sufrimos todos en mayor o menor medida. Y, ya se sabe… mal de muchos consuelo de tontos. Pero no. Desgraciadamente no debo ser tan necia como pensaba, porque sentirme acompañada en este trance no me consuela nada.

Recuerdo que de pequeña la vuelta al cole me hacía ilusión. Me emocionaba reencontrarme con las amigas y forrar los libros, en especial cuando olían a nuevo –cosa rara en una época en la que estrenar era toda un excepción: con suerte estrenabas un uniforme “con crecederas” que te acompañaba durante el resto de tu vida escolar–. Lo cierto es que, pasada la primera semana, la emoción de la novedad se esfumaba y la alarma del despertador se convertía en mi peor enemiga: nunca he sido de madrugar, posiblemente porque empecé a hacerlo en los setenta, mientras Luis Aguilé ­–con cualquiera de sus corbatas– nos deleitaba con su canción: “Es una lata el trabajar, todos los días tenerse que levantar”, que, por cierto, ahora que lo pienso, era todo un atentado contra la educación de toda una generación.

Como medida para superar el trauma del regreso, me he propuesto buscar tres defectos de las vacaciones, pero, si os soy sincera, no acabo de encontrarlos. Lo más extraño es que cada vez que lo intento, invariablemente, y no sé por qué complicado mecanismo, lo que me viene a la cabeza es la palabra selfie –sí, soy un poco rara, lo confieso–. Esta peculiar asociación de ideas la achaco a la alta exposición a la que he sometido a mis ojos, durante este verano, a un tipo de turista –de todas las edades, por cierto– que le da la espalda a una increíble puesta de sol, a un paseo en barco entre delfines o a unas buenas rabas para fotografiar su careto en primer plano sin importarle las maravillas que está dejando atrás. Me pregunto para qué queremos tantas fotos nuestras en nuestros teléfonos, ¿será que no nos conocemos lo suficiente? Una noche llegué a soñar que me perseguían hordas de personas armadas con palos de selfie con la intención de apalearme, porque se había corrido la voz de que no llevaba ni un autorretrato en mi galería de fotos. Sí. Sí. Reíros. ¡No sabéis lo mal que lo pasé! De hecho, hasta me planteé iniciar una petición en Change.org, por ejemplo, para pedirle al Gobierno que, además de prohibir los móviles en los colegios e institutos –posiblemente más nocivos que una canción de Aguilé–, tome alguna medida para limitar el uso de estas peligrosas armas blancas; a ver si, de esta manera, logramos salvar el planeta de la epidemia de egocentrismo que amenaza con destruirlo.

En fin, como habréis comprobado mi estado mental es grave, así que me despido de vosotros para ponerme, de una vez por todas, a trabajar…

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