La mejor forma de despedirnos de 30.000 ausencias, de Rulfo y de B

Foto: Manuel Cuéllar

Foto: Manuel Cuéllar.

Hoy, con la pena clavada, he entendido lo que mi abuela decía a menudo, sobre todo al final: “Pase lo que pase, acuérdate siempre de pedir perdón y de dar las gracias a quien quieres antes de perderlo”. He entendido que la mejor forma de despedirnos de un amor, sea animal o humano, es pidiéndole perdón por lo no vivido y dándole gracias por el aire compartido. Perdón y Gracias a mi amiga B, a mi perro Rulfo, a 30.000 ausencias de esta última primavera, para muchas de las cuales ni hubo una despedida.

Tuve perro durante 14 años. Corrijo: “Conviví con un perro durante 14 años”. Desde que Rulfo llegó a mi vida, con apenas tres meses, viví restando cada uno de los días que faltaban para quedarme sin él. Fui un mal padre. Lo protegí de todo lo real y lo imaginado, agobiándolo en exceso como vemos hacerlo a menudo a padres y madres con sus niños, proyectando sus miedos a bocajarro sobre un lienzo virgen que nada sabe. Hace poco más de tres años que Rulfo murió y he salido a pasear por el bosque con un puñado de sus cenizas en el bolsillo. Las repartiré en el claro donde a veces, al caer la tarde, nos tumbábamos juntos a mirar el cielo.

Recuerdo el día de su muerte como si fuera hoy. Recuerdo llegar a casa y verlo tumbado en la alfombra, ya sordo, durmiendo. Recuerdo que cuando lo toqué, se despertó, levantó la cabeza y me miró. Y recuerdo que dije en voz alta: “¿Estás seguro?”. Él no apartó la vista. Yo entendí.

Cuando llegamos a la consulta, le dije a F, el veterinario: “Rulfo quiere morir”. Acostumbrado a mis crisis de angustia, tras 14 años bregando conmigo y con mi dramatismo de padre angustiado, F sonrió. “Ya será menos”, dijo. Pero yo no le devolví la sonrisa y eso lo puso en guardia. “Hoy”, respondí. “Quiere irse hoy”.

F se puso serio y cerró la puerta, encapsulándonos a los tres en ese último escenario. Luego examinó a Rulfo y, tras varias preguntas, entendió que ni Rulfo ni yo nos equivocábamos. Los riñones estaban prácticamente colapsados. Con medicación quizá aguantaría dos semanas, tres a lo sumo. Rulfo tomaba ya en aquel entonces unas veinte pastillas diarias.

“Se quiere ir”, insistí. F nos miró, primero a Rulfo y después a mí, y asintió.

Subimos a Rulfo a la camilla, me coloqué de pie delante de él, le agarré los belfos como lo hacía todas las noches en la cama antes de apagar la luz y lo acaricié despacio mientras la anestesia hacía efecto. Fue muy rápido. Cuando estuvo dormido, F me dijo: “Ahora se irá”. A partir de ese momento, la realidad se movió a cámara lenta. Pegué la nariz a la trufa húmeda de Rulfo y respiré hondo. Tuve apenas unos segundos para despedirme de él. Cerré los ojos y noté el aire caliente que salía de su nariz contra la mía. Lo aspiré. Enseguida él volvió a espirar y su aire caliente me llenó la nariz. Fueron tres veces. La tercera, su respiración dibujó apenas un hilo de calor y fue entonces cuando le pedí perdón. Apreté con fuerza mi cabeza a la suya y le pedí perdón por todo lo que no había sido capaz de aprender a tiempo: por no haberle dejado correr más, por no haberlo llevado más al río, por no haber sabido hacerlo mejor muchas veces, por reñirlo cuando se escapaba, enloquecido por los petardos… Por todo el tiempo que había faltado. Le pedí perdón porque su muerte no me dolía. Al contrario: de pronto sentí que él se quedaba, que me lo llevaba puesto. Fue como si lo hubiera inspirado entero y todo –la sala, la luz y la pena–, se hubiera vuelto ligero, enorme. Fue como si la angustia no estuviera y todo fuera él.

No hubo una cuarta respiración. Cuando abrí los ojos, F lloraba a los pies de Rulfo. Nunca lo había visto emocionarse. Me acerqué a él y lo abracé. Bajó la cabeza, avergonzado.

Desde ese día, soy dos almas en una. Respiré el aire directamente de los pulmones de mi perro y con ese aire me quedé con lo vivo. A veces, de repente siento un aliento extraño en la boca. Suele ocurrir cuando paseo por el bosque a nuestra hora. Sé que es él. Otras, un peso no visible me despierta de madrugada a mi lado. Sé que es él. Rulfo y yo tuvimos 14 años para decírnoslo todo y nada quedó por saber en este plano. Rulfo se fue y se quedó del todo para que yo pudiera seguir.

Hoy, hace apenas diez minutos, me ha dejado una amiga muy, muy querida. Yo la llamaba “La niña de los lápices”. A ella le encantaba. El cáncer ha podido con B. Ayer le mandé dos mensajes de Whatsapp que ella nunca respondió y esta tarde, cuando he vuelto a insistir, he sabido que acababa de irse. Dos mensajes que ahora son como los raíles de una vía por la que circula un tren que nunca devuelve pasajeros. Y a mí me rompe una pena tan honda que podría aullarla en este silencio rural y el eco ahuyentaría a los jabalíes y a los corzos en la espesura, despertando todo lo que habita el anochecer. Tengo clavadas tres penas: la pena de la no despedida, la de no haber podido pedirle perdón por no haber sabido hacerlo mejor y la de no haber respirado su último aire para retenerla conmigo hasta que volvamos a vernos.

Hoy, con la pena clavada, he entendido lo que mi abuela decía a menudo, sobre todo al final: “Pase lo que pase, acuérdate siempre de pedir perdón y de dar las gracias a quien quieres antes de perderlo”. He entendido que lo hermoso de esta vida es que vivimos muchos amores y que nadie sabe lo que somos capaces de querer a cada quien. Y que la mejor forma de despedirnos de un amor, sea animal o humano, es pidiéndole perdón por lo no vivido y dándole gracias por el aire compartido.

Perdón y Gracias. Más allá de mi ventana, en este país tenemos un mapa teñido de 30.000 ausencias. Para muchas de ellas no ha habido una despedida posible. Entierros en solitario, a distancia, sin palabras. Éstas van también por vosotros/as y por quienes no pudisteis pronunciarlas en su día. Van por todos/as. Por nosotros/as. Por los que respiramos aún.

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Comentarios

  • Paco Romo

    Por Paco Romo, el 04 octubre 2020

    Gracias, maestro, por mostrarme lo que vivi y no supe expresar. Gracias, siempre gracias. Un abrazo de luz.

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