Nuestra familia de árboles y plantas, como el tilo Don Luis, el abuelo

Esta es una gran familia con perro, lilos, saúcos y avellanos’. Foto: Rafa Ruiz

Esta es una gran familia con perro, lilos, saúcos y avellanos. @ Rafa Ruiz

Si tuviera hijos, les diría que no hagan caso a quienes dicen que familia es sólo la sangre de nuestra sangre. Familia es lo que nos nutre la emoción y la experiencia, lo que nos enseña a estar en lo real y a darle nombre, sean humanos, árboles, animales, lo visible o lo invisible. Todo es familia y más cuando le damos nombre. Hoy os quiero hablar del tilo Don Luis, nuestro abuelo, y de los gemelos Claus y Lucas, dos ficus benjamina que habían sido desahuciados.

Tengo la mano verde. Sé que somos muchos quienes disfrutamos del extraño don de relacionarnos bien con las plantas y realmente nunca he investigado si existe una respuesta científica que lo justifique. Mi madre la tiene también, mucho más que yo en las plantas de interior –es nefasta para las de exterior-, y mi abuela la tenía, puede que incluso más que ella. Decía que es algo que se hereda, pero que no sólo lo hereda uno/a de cada generación.

No sé por qué ocurre, pero lo cierto es que desde muy pequeño entre las plantas y yo hay una entente que nos beneficia a ambos. De hecho, más que tenerlas, lo que realmente me hace feliz es rescatar plantas y árboles que tiendas o conocidos/as han dado por finiquitados y que a veces encuentro junto a contenedores o en casa de algún/a amigo/a, dándoles una nueva oportunidad y una nueva vida.

Pero hay algo más: de unos años a esta parte, además de rescatarlas les pongo nombre. Se me ocurrió hacerlo el día que llegué a casa con dos ficus idénticos y completamente deshojados. Al verlos juntos, caí en la cuenta de que eran gemelos en su agonía y decidí darles un nombre distinto a cada uno para diferenciarlos. Lo que ocurrió a partir de entonces fue tan sorprendente como esclarecedor: quien me visitaba y conocía a Claus y a Lucas –los dos hermanos Benjamina venían de los restos de una mudanza que los había dejado junto a un portal situado al lado de un bar y habían terminado convertidos en ceniceros improvisados de sus clientes- siempre que llamaba preguntaba por ellos: “¿Cómo siguen los gemelos? ¿Viven? ¿Salen adelante? Manda alguna foto, anda”. De pronto, dos tallos sin apenas esperanza de vida se habían convertido en parte de nosotros, de grupo. Tenían entidad e identidad propia. ¿Por qué?

Muy fácil. Tenían un nombre.

Los gemelos sobrevivieron y se hicieron inmensos, tanto que terminé por regalarlos a una amiga que disponía de un espacio más idóneo para sus dimensiones. Allí siguen, años después. Ella manda fotos a menudo. Claus y Lucas en el cumpleaños de su hija Daniela, en Navidad, junto a los perros… Los dos ficus son, además de plantas, familia, con sus nombres, su edad y su presencia.

Por mi parte, ahora vivo en el campo y mi familia verde ya no es solo interior. He sumado un jardín y también árboles: una higuera, una encina, un ciprés, dos lilos y anteayer plantamos –comparto jardín con mi hermana- un tilo. Lo hemos llamado Don Luis, porque así se llamaba mi abuelo, y porque nuestros árboles llevan los nombres de nuestros muertos. Cada vez que incorporamos un árbol nuevo, hacemos el casting pertinente. Si alguno no sobrevive –la mayoría llegan en condiciones tan precarias que ese es un peligro más que real- es que nos equivocamos de muerto e invocamos mal. Pero, en general, nuestros árboles se nutren de nombres que casan con la personalidad de aquellos/as a quienes evocan.

Son familia.

Si tuviera hijos, mi familia verde me ayudaría a contarles que la vida sigue a la vida y que todos somos individuos que reconocemos el cariño y que, como podemos, agradecemos ese cuidado. Si tuviera hijos, les contaría de primera mano que la muerte es interior y también exterior, y les aconsejaría que no hagan caso a quienes dicen que familia es sólo la sangre de nuestra sangre. Familia es lo que nos nutre la emoción y la experiencia, lo que nos enseña a estar en lo real y a darle nombre, sean humanos, árboles, animales, lo visible o lo invisible. Todo es familia y más cuando le damos nombre y nos relacionamos con ese todo sin jerarquizar, sin ningún a priori. Si tuviera hijos les entregaría un mundo lleno de nombres para que entendieran que no nos vamos a ninguna parte cuando nos vamos, que esto es todas las formas que somos: planta, árbol, pato, gallina, piedra, cianobacteria, impulso, terror… Les diría que a veces una maceta vieja llena de colillas oculta una vida rescatable que puede convertirse en sombra y que si la suerte te da una mano verde, parte de tu lugar en el mundo –y de lo que te hará feliz- se compone de tallo, hojas y raíz.

Las nuevas generaciones deben saber que la familia no sólo incluye a hermanos, padres, madres, abuelos/as y primos/as. Hay hombres y mujeres que tienen familias en las que no se habla porque la voz no importa: hombres y mujeres solos con animales, con plantas, con recuerdos… Familia es todo aquél/lla que convive con nosotros, más allá de su especie, a quien podemos darle un nombre y por cuya muerte llegará el duelo.

Esta tarde, cuando regaba, he visto un brote en una de las ramas de Don Luis, el tilo. Enseguida le he sacado una foto y se la he enviado a mi hermana. Su respuesta ha llegado minutos después. Decía así:

“Sabía yo que era el abuelo. Qué alegría se va a llevar mamá”.

Qué alegría, sí.

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