¿Qué ha querido decir?, el rápido cambio de los códigos de cortejo

Los códigos del cortejo, a veces, son tan complicados como un escrito visto en un espejo. Foto: Irene Díaz.

Los códigos del cortejo, a veces, son tan complicados como un escrito visto en un espejo. Foto: Irene Díaz.

Al ritmo de una sociedad de consumo que impone cambios acelerados en los códigos para relacionarnos, las reglas del cortejo también se transforman a toda velocidad. Y a menudo nos desorientan. El lenguaje de los amantes se nutre de lo mismo: amor, celos, despecho, la angustia de la espera, de la incertidumbre, de no saber exactamente qué nos ha querido decir con ese emoticono o esos puntos suspensivos. Pero salvo la mirada, todo lo demás ha trocado su cotización en el mercado del amor y la seducción. En esta sección quincenal seguimos abordando los cruces y encuentros que nos mantienen con la luz encendida, el eterno femenino resistente y las masculinidades errantes. Desde la perspectiva femenina, Analía Iglesias. Por el lado masculino, Lionel S. Delgado.

“Nuestras ideas de fidelidad son muy parecidas a las de nuestros padres, más allá del ruido que nos hagan o de que cada vez más personas se animen a pensar pactos vinculares diferentes. Lo que se modificó por completo, en cambio, es el modo en que vivimos fuera de la pareja”. Esto lo escribía una filósofa millennial, Tamara Tenenbaum, en un artículo reciente, publicado por la revista argentina Anfibia. En una larga crónica titulada “No sos vos, es el mercado del deseo”, esta ensayista, nacida en 1989, abreva en su experiencia como consultora sentimental en un periódico y en la obra de autoras reputadas de la actualidad, como la israelí Eva Illouz (Por qué duele el amor. Una explicación sociológica, 2012) o Emily Witt (Sexo futuro, 2016), entre otras.

El caso que intenta desentrañar Tenenbaum, algo que seguimos procurando también nosotros y nosotras, a este lado del Atlántico, es cómo han cambiado las reglas del cortejo contemporáneo y el modo en que siguen haciéndolo, al ritmo de una sociedad de consumo que impone cambios acelerados en la inteligibilidad de los códigos y más ausencia que presencia de los cuerpos. No se trata solo de apps de internet, sino de mutaciones de nuestra subjetividad que tienen todo que ver con nuestra cool-adaptación al neoliberalismo. Nos acomodamos vertiginosamente al sistema de representación de cada instante capitalista para tener trabajo, para tener visibilidad, para tener impacto, para tener amigos, para ir al médico a que alguien nos (re)conozca (aunque sea por obligado protocolo sanitario) y para sostener cualquier relación sexoafectiva.

Por supuesto, por debajo de las conductas funcionales a la supervivencia en el sistema, las emociones son las mismas desde la Antigüedad; el vacío, las amarguras y los celos, shakespeareanos, y los sentimientos, tan profundos como los de los amores decimonónicos. Escribe Patricio Pron en su última novela: “Todo lo que se decía en internet producía efectos reales en las vidas reales de las personas” (Mañana tendremos otros nombres, premio Alfaguara de novela 2019).

Por eso, con Lionel, queremos centrarnos ahora en los modos de comunicación de la tensión sexual y, específicamente, en el lenguaje compartido. Hablemos de lo que conlleva la inestabilidad del signo, que diría el poeta.

La sintaxis de la intimidad

El lenguaje común entre dos personas que inician algún tipo de relación o de conocimiento mutuo no está hecho (nunca lo ha estado) exclusivamente de palabras. La sintaxis del amor, o la seducción, o la atracción, o el interés, sin embargo, tenía algunos protocolos que hoy están del todo caducos. El caso es que esos códigos gestuales o conductuales, o epistolares, que en algún tiempo podían gozar de una cierta estabilidad en la interpretación, hoy se han desmadrado. “¿Qué me quiso decir?”, es la pregunta que más ha leído Tamara en las consultas –especialmente las de las chicas– y entre sus amigas. ¿Qué me quiso decir?, es una pregunta que todas sabemos que hicimos y que haremos, aunque la hacemos cada vez menos, porque ya nos hemos aburrido de la especulación que nos ha traído hasta aquí, desde los tiempos del Messenger con la lucecita verde, amarilla y roja, o la desconexión.

¿Qué quiere decir llamar y cortar? ¿Qué quieren decir dos llamadas perdidas o una, al atardecer? ¿Qué quiere decir dejar (o quitar) el aspa azul para que vea que vi que lo había visto? ¿Quiere decir que me contestará más tarde? ¿Qué quiere decir ver o no ver la story de Instagram o la cronología de verla, antes o después de que yo vea la suya? ¿Qué quiere decir dándole ese like a esa, esa foto, y no a la otra? ¿Y ese emoticón justo ahí, a esta hora? Al cabo de la repetición de una combinatoria fija de acciones, dos personas ya saben que se están comunicando, aunque sean gestos los que dan cuenta de esa atención hacia el otro los que crean el código compartido, como cuenta Patricio Pron en su novela, a partir del sostenido ritual de llamadas perdidas entre dos personas. Pero ¿qué pasa si ese ritual se altera? El fragmento es de Mañana tendremos otros nombres: “… había dejado de contestar sus llamadas, no le había dicho adónde se marchaba, no había respondido a sus correos electrónicos: había creado entre Ella y Él las mayores distancias que podían establecerse en ese momento histórico en el que la separación de dos personas no se producía necesariamente en el ámbito físico, sino en el de la atención, por decirlo de alguna manera (…) Ni siquiera había nombres apropiados –o Él no los conocía– para denominar esas distancias que las personas habían comenzado a poner entre ellas más y más a menudo, aunque tampoco las había habido nunca para dar cuenta de las formas en que las personas entraban en las vidas de las demás”.

Efectivamente, en el sistema de representación neoliberal, la atención no necesariamente se prodiga en directo; es decir, en carne y hueso. En realidad, la atención casi no se prodiga a nadie y el valor simbólico de lo que circula por cada sistema de mensajería va cambiando, como los dialectos en los barrios, de a varias mutaciones por generación. Nada de lo que hace dos meses valía para interpretar interés por Whatsapp lo vale hoy, ni lo de Meetic equivale a lo de Tinder, ni una llamada de teléfono al fijo se considera equiparable a una llamada al móvil, o por Skype, o al Messenger de Facebook. Los privados de Twitter pueden tener un carácter estrictamente profesional un día y, al día siguiente, convertirse en una intromisión en la vida privada del otro. Ya no hay protocolos para el sexting, ni prohibiciones en Wallapop. Tampoco las combinaciones de medios tienen un valor absoluto en el mercado del deseo. Estos miles de nuevos cruces posibles están hechos de palabras, pero también de acciones, rastros individuales, usos alternativos y gestos fugaces.

Todo es relativo y se adapta al uso que cada uno haga de cada medio, para lo cual desarrollará (sin demasiadas explicaciones) un código propio de utilización que –al cabo de un breve tiempo y por un breve tiempo– será identificable por el interlocutor. Aquello que decía McLuhan acerca de que el medio es el mensaje hoy es polisémico. La sintaxis de este lenguaje de nuevos signos y medios también se ha liberalizado: como decir “es bien” en lugar de “está bien” (por ahora) o decidir por dónde se cortan las palabras del argot (“colabo”, en lugar de colaboración, en el caso de los músicos, por ejemplo, este año).

Salvo la mirada, todo lo demás ha trocado su valor de cambio, y su cotización en el mercado del amor y la seducción. Por eso resulta inútil intentar descifrar un código de dos a través de terceros, porque no hay glosario ni nomenclatura normalizada alguna. La intimidad contemporánea, podríamos decir, se dota de una sintaxis que construyen solo los participantes.

Sin embargo, en el fondo, como en cualquier mito griego o tragicomedia de Shakespeare, los temas de la vida pueden resumirse en amor y despecho o… en espera.

La espera siempre es femenina

Cuenta Tamara Tenenbaum que el 90% de las dudas que llegan al consultorio del periódico “son la misma consulta”. Así explica esta recolección y su conclusión: “He llegado a hacer tres veces variaciones sobre cuestiones del tipo (…) ‘tarda catorce horas en contestarme los mensajes, ¿es porque no le gusto?’. Cada tanto aparecen otras cosas, pero es asombrosa la similitud de lo que angustia a las chicas que me escriben. Otra constante parece ser la edad: al menos por lo que puedo leer, esto les pasa sobre todo a mujeres menores de 35. Fuera de eso, diversidad pura: estudiantes universitarias, amas de casa, trabajadoras de call center, secretarias, abogadas. Chicas que trabajan de sol a sol, otras que se han casado y divorciado, que tuvieron hijos siendo adolescentes o que estudian full time en una universidad privada carísima: todas hermanadas en esa espera torturadora junto al teléfono”. Podríamos añadir que el desconcierto abarca todas las edades, y por eso se frustran también las señoras de 60 o 70 años que se habían creído que tenían un novio, tras haber chateado con un señor de Tinder, todas las noches, durante tres meses.

Sin duda, la espera sigue inscripta como un rol de género indudablemente femenino. La espera, tallada en piedra como una cosa de mujeres, no participa de todo el proceso de “desritualización” que dice esta autora que “vivió el amor romántico en el siglo XX”, donde no hay “ritos estandarizados” que, a criterio de Eva Illouz, evitaban los malentendidos y contenían un mensaje claro y socialmente compartido como eran, antes, “una visita, un regalo, dos bailes seguidos”.

La espera es un concepto abarcador de lo femenino que va del mensaje al orgasmo (pero este es asunto de otro artículo). A propósito, en su libro Amours clandestines, sociologie de l’extraconjugalité durable (Amores clandestinos: sociología de la extraconyugalidad durable, 2016), la socióloga francesa Marie-Carmen García opinaba que el amor desasosiega a las mujeres porque siempre es espera. «Las mujeres continúan siendo educadas para amar y ser amadas con la validación masculina: el patrón, el padre, el amante, el esposo. Entonces, les falta siempre algo. La autonomía nunca es completa”, escribía.

García hacía hincapié en que «la norma de la igualdad entre sexos, que funciona en la pareja contemporánea oficial, no es lo que predomina en las relaciones de amantes clandestinos. Aunque no sea equitativa del todo, la pareja oficial está dentro de un marco normativo y de legislación. En cambio, la pareja adúltera es el lugar donde uno puede arrogarse el derecho de ser desigual. El hombre dicta las reglas, fija las citas, las anula, se ausenta, se va de vacaciones con su mujer. Las amantes eligen sus días libres en función de los de su amante. Sean ellas ejecutivas, cirujanas o juezas, se someten a ciertas esperas arcaicas: ponerse lindas, ser siempre amables, estar siempre disponibles, también para el sexo». En cambio, explicaba: «Los hombres enamorados de mujeres casadas no esperan. Tienen otras partenaires ocasionales y no pasan sus vacaciones al lado del teléfono».

Pero además de estar armadas de paciencia, las damas estamos entrenadas en ser cool (también tengo mi vida, ¿qué crees?) y en no molestar, como bien lo explica Tenembaum: “Las mujeres que tienen sexo ya no molestan”.

Entre la chica cool de hoy y la mujer discreta de ayer hay un código genético común. Y en la espera, el lenguaje de la intimidad entre hombres y mujeres encuentra un signo estable.

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Comentarios

  • c

    Por c, el 13 julio 2019

    pues a ls hombres tbn les pasa cn la ambiguedad de las mujeres qe parece qe se interesan pero no qe se tocan el pelito la orja y hasta el «vientre»pero luego realmente nada qerian decir a pesar de hacerlo mirandote etc
    Lo unico asertivo y transparente es la palabra y lo demas es ambiguedad y complicaciones
    y pasando d complicaciones-ambigüas…
    Si quiere algo ya lo dira
    si les miras , mal …si no les apetece …
    si te miran ellas siempre «bien» pqe son ellas,
    pero luego si ellas lanzan piropos suena rarisimo y parece burla pqe no es nada normal…etc

  • cambo

    Por cambo, el 13 julio 2019

    ademas fijarse en ellas por la calle no es bueno para nadie,
    a ellas se les sube el moco a pesar de que pongan mala cara
    y a ellos se les calienta hasta la cabeza…

    y basar la atraccion solo en el fisico es demencial y si es solo en el cuerpo ni te cuento, es d siquiatra

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